Roberto Villa: «Los intelectuales del 98 y del 14 estaban imbuidos de adanismo»
En su último libro, el historiador Roberto Villa desafía la interpretación habitual que ofrece la historiografía sobre la Restauración
En su último libro, 1917. El Estado catalán y el soviet español (Ed. Espasa), el historiador Roberto Villa desafía la interpretación habitual que ofrece la historiografía sobre la Restauración y lo que esta supuso para la modernización política, económica y cultural de España. Su lectura atenta plantea un sin fin de preguntas que van más allá de aquel año clave para la historia de nuestro país.
El espectro de la Revolución rusa recorrió como una amenaza toda la geografía de una Europa en plena guerra mundial. La primera pregunta tiene que ver con la singularidad española: ¿qué es lo que hace distinta la experiencia de nuestro país a la del resto del continente?
Las fuerzas que se concertaron en España para replicar la revolución rusa de febrero/marzo de 1917 (republicanos, socialistas, anarcosindicalistas, nacionalistas y junteros) convirtieron los sucesos de Petrogrado que hicieron caer al zar Nicolás II en un modelo exportable a España. Pero no se dieron cuenta de que los contextos no se parecían. En la neutral España, la situación económica era mucho mejor que en Rusia y el descontento notoriamente más bajo. Tampoco eran equiparables los niveles de desafección con el sistema político. Lo segundo se ve muy bien en la diferente disposición de las fuerzas liberales de izquierda y derecha. En Rusia estuvieron en bloque contra el zar. Aquí cerraron filas con Alfonso XIII, porque España era una Monarquía constitucional donde hacía mucho que los liberales, tanto los progresistas como los conservadores, constituían los puntales del sistema político.
En su libro, usted desafía la lectura habitual que se ha hecho de la Restauración en la historiografía española. Me gustaría preguntarle si no teme que le acusen de crear una leyenda rosa sobre la Restauración, como a menudo ha sucedido con la mitificación de la II República.
No, ninguno, porque en el libro no se ocultan las limitaciones, problemas y desafíos de aquella Monarquía constitucional. El problema es que se viene de un contraste demasiado agudo e inverosímil entre la imagen que nos ha quedado de la Restauración, un régimen de «oligarquía» y «caciquismo», y la de la República, en la que, de pronto y sin saber cómo y de dónde, surge un régimen democrático que unos conectan con la Alemania de Weimar y otros incluso con la democracia española actual. No hace falta decir que esas comparaciones carecen de base.
La tesis ortodoxa de 1917 sostiene que los acontecimientos de aquel año aspiraban –desde abajo y desde la periferia– a impulsar una reforma realmente democratizadora del país. Su libro cambia esta lectura y plantea la tesis opuesta.
Las fuerzas revolucionarias de 1917 no podían impulsar una reforma democratizadora porque, como demuestra el tan célebre como poco leído programa de la asamblea de parlamentarios, no tenían ni idea de lo que era la democracia liberal, ni sabían lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos, en Reino Unido o en Bélgica desde la segunda mitad del XIX. Los republicanos estaban obsesionados con la asamblea soberana, como si el reloj se hubiera detenido en algún punto entre 1812 y 1823. Para los socialistas, la «República burguesa» era una fase intermedia de gobierno exclusivo de izquierdas que les debía permitir engordar a la UGT y al PSOE con palancas de poder para luego implantar un régimen sólo para ellos. Los anarcosindicalistas estaban en la destrucción del Estado para establecer sus federaciones de comunas y sindicatos. El objetivo de los nacionalistas era un Estado catalán monopolizado por ellos, y los junteros ante todo reclamaban al «cirujano de hierro» costista, de izquierdas o de derechas. De ese cóctel, desde luego no te sale Dinamarca.
Hablemos del papel de los intelectuales. ¿De qué modo influyó el pesimismo existencial de los autores de la generación del 98 en la autoconciencia de las élites españolas de la época?
Quizás una de las cosas más sorprendentes es la desmedida influencia de unos señores, buenos escritores y estimables filósofos, extraídos la mayoría de familias bien situadas, que sin embargo tomaban la política no como una rama del saber que requiere de observación y estudio, sino como un tema para hacer literatura. No es un fenómeno español. Es la época en la que toda Europa asiste al nacimiento de ese nuevo predicador laico: el «intelectual».
¿Por sucedió esto? ¿Por qué la intelectualidad española –no sólo la del 98 sino también la del 14– no apoyó los avances alcanzados durante la Restauración y prefirió alimentar una visión tan negativa sobre el funcionamiento del Estado? ¿Cuánto había de real –y cuánto de ficción– en el fatalismo de los intelectuales?
No eran fatalistas. Más bien estaban imbuidos en la concepción adanista y un tanto milagrera de la modernización como una ruptura histórica con lo existente, en este caso con el liberalismo constitucional de la Restauración que, con su pactismo y sus equilibrios, no terminaba de acelerar la convergencia de España con los diversos ensueños europeizantes que postulaban. Digo ensueños, porque ninguno se puso en serio a estudiar los modelos constitucionales y la historia política de los países que blandían como modelo.
Ese punto en común de todos ellos se bifurca en trayectorias personales divergentes, que van de la izquierda republicana y socialista a la derecha de obras, autoritaria y tecnocrática. Con todo, la generación del 98 fue algo menos «política» y más «casticista» que la del 14. Y quien esté familiarizado con la historia de Italia o la de Portugal observa que esto tampoco es un fenómeno español.
En un ensayo póstumo, el gran historiador Vicente Cacho Viu sostuvo que las dos corrientes de modernización fundamentales en la España del siglo XX habían sido el nacionalismo catalán y la Institución Libre de Enseñanza. Usted, en cambio, viene a negar esta tesis.
El profesor Cacho Viu fue maestro de grandes historiadores de los que yo he aprendido mucho. El contexto vital influye no poco en nuestra manera de ver la Historia. Aquella Monarquía constitucional fue sepultada por la crítica regeneracionista y rupturista, que luego potenció la dictadura de Primo de Rivera, los partidos mayoritarios en la Segunda República (de izquierda y derecha) y la dictadura de Franco, todos para afirmar la legitimidad de sus respectivos proyectos políticos frente al liberalismo. Don Vicente nació en 1929 y yo lo hice en 1978. Cuando uno nace y crece con la democracia liberal y con el gobierno de los partidos, y conoce bien su funcionamiento real con sus ventajas y sus fallas, quizás detecta mejor las inconsistencias de la descalificación regeneracionista que las generaciones que, al vivir en las décadas centrales del siglo XX bajo un régimen autoritario, experimentaron tarde la realidad de la democracia. Luego está el hecho de que el profesor Cacho era un historiador de la cultura y no tanto de la política.
Centrándonos ahora en Cataluña, ¿qué modelo de Estado defendía la Lliga?
La Lliga era un partido nacionalista y, como todo movimiento nacionalista, postulaba la obtención de un Estado para su «nacionalidad», distinto de España. Por tanto, no buscaba reforzar la construcción de una nación española de ciudadanos libres con un proyecto de simple descentralización o de autonomía catalana inserta en un Estado común. Además, ese nuevo Estado catalán estaría destinado a ser gobernado por los nacionalistas en régimen de monopolio, en el marco de una España confederal compuesta por soberanías territoriales pre-modernas, lo suficientemente débiles además para garantizar la hegemonía de la propia Lliga en la política nacional, más o menos como percibían sus dirigentes a Prusia respecto de Alemania. Esa España confederal ni siquiera tenía por qué ser monárquica o incluso democrática.
Un escéptico le preguntaría cómo se explica que, si Cambó y la Lliga eran rupturistas y desleales en 1917, en 1918 entraran en el gobierno de Maura y que el propio líder catalán fuese nombrado ministro de Fomento. Y a la vez que, pocos años más tarde, tanto el PSOE como la UGT colaboraran activamente con Primo de Rivera. ¿No cabría interpretar entonces que la incorporación de la Lliga al gobierno de Maura y la colaboración del PSOE y de la UGT con la dictadura del general Primo de Rivera reflejaban más bien el éxito del Estado a la hora de integrar las diferencias?
La Lliga buscaba destruir la alternancia pactada entre liberales y conservadores con gobiernos de concentración que los nacionalistas pudieran instrumentalizar en beneficio de sus objetivos privativos, con el apoyo de los militares de las Juntas. Fue la necesidad de asegurar el apoyo de una fracción de esos militares rebeldes lo que explica que Cambó entrara en el gobierno nacional de 1918, en realidad un expediente de urgencia al que acudió Alfonso XIII para evitar una dictadura militar precisamente con apoyo de la Lliga.
El apoyo del PSOE y la UGT a la dictadura de Primo de Rivera era coherente con su estrategia de oportunismo revolucionario y su indiferencia hacia la democracia. Y también con las alianzas que los socialistas habían tratado de establecer ya en 1917 con los militares rebeldes de las Juntas, que también sostendrían a esa dictadura que se establece, no se olvide, contra los partidos constitucionales. Lo característico de la quiebra de la Monarquía liberal fue esa convergencia de la extrema izquierda y la extrema derecha contra ella.
Una de las biografías más leídas de Cambó es la que firma Josep Pla, donde se proyecta la imagen que al líder catalán le interesaba ofrecer de sí mismo. ¿Qué opinión le merece esta biografía? ¿Cree que en algún momento hubiera sido viable un pacto de largo alcance y sostenido en el tiempo entre Maura y Cambó a fin de estabilizar la política española?
Es una obra más útil de lo que pueda parecer, porque Cambó y su proyecto político se transparentan en ella. Lo que a uno le sorprende a estas alturas es que alguien interprete ese proyecto en clave de simple «regionalismo» o «autonomismo», o que defienda que sus objetivos fueran compatibles con la democracia liberal.
Respecto de Maura, cabe decir que vio desde muy pronto las implicaciones nacionalistas del proyecto de la Lliga. Sin embargo, apreciaba al regionalismo, en general, como una fuerza que se sostenía en «realidades», en el arraigo a un territorio y unas manifestaciones culturales, frente a lo que llamaba desdeñosamente las «abstracciones» del liberalismo. La esperanza de Maura era reconvertir a la Lliga en la sección catalana de un Partido Conservador renovado, menos liberal y unitario, y más firmemente católico y comprometido con la descentralización. Pero Prat de la Riba y, desde luego, Cambó nunca estuvieron dispuestos a renunciar al Estado propio, soberano y libremente asociado al resto de España. Maura, por tanto, no acertó.
Si hablamos de la izquierda, hay que referirse a los sindicatos, cuya importancia era incluso superior a la de los partidos. ¿Qué reivindicaban la UGT y la CNT? ¿Y cuál era su peso real en la política española?
Yo prefiero hablar de sindicatos revolucionarios, pues sociedades obreras había muchas en España, de todos los colores políticos o, incluso, sin color alguno. De hecho, la mayoría de las personas a las que UGT y CNT apelaban como «proletarios», ni sentían interés por ninguna revolución ni pertenecían mayoritariamente a esos o a ningunos sindicatos. Lo curioso es que nosotros asimilamos hoy a UGT y a CNT como asociaciones de defensa de los asalariados. Lo que se conoce menos es que, hasta 1936, ambas organizaciones eran el núcleo de la futura sociedad socialista, ya fuera en su versión marxista o bakuninista. Es decir, que tanto UGT como CNT estaban destinadas, después de la revolución, a sustituir al Estado liberal como forma de organización social.
La figura del rey Alfonso XIII se engrandece a medida que leemos el libro.
Normal que ocurra, dado que aquel Rey hasta ahora ha venido a ser el factor principal que explica la quiebra del liberalismo constitucional. Y no ya por la persistencia entre los historiadores de los lemas de la publicística republicana y socialista, interesada en asociar la democracia al advenimiento de la República, sino también por el uso sin contraste de algunas memorias infiables como las de Romanones, que endilga sistemáticamente a otros la responsabilidad de sus propios líos.
Alfonso XIII cometió errores estratégicos durante la revolución de 1917, pero en ningún momento sobrepasó sus facultades constitucionales ni se planteó romper con los partidos o con las reglas que habían regulado el funcionamiento de aquella Monarquía liberal. Tampoco, durante aquel periodo, disoció la continuidad de la Corona de su fundamento constitucional, aunque los militares rebeldes le incitaban una y otra vez a hacerlo, incluso advirtiéndole de que, si el rey no les seguía, la continuidad de la Monarquía peligraba.
Finalmente, en el curso de su investigación, ¿qué es lo que más le ha sorprendido descubrir sobre aquellos años fascinantes?
El libro entero y las profundas implicaciones que éste tiene para la historia de nuestro siglo XX han sido todo un descubrimiento para mí, para el propio autor, que nunca se había planteado una monografía sobre la revolución de 1917. De hecho, este tema iba a ser el primer capítulo de un estudio más amplio y menos profundo sobre la crisis y la quiebra de aquella Monarquía liberal, que llegaba a 1923.
Los que venimos de la Segunda República, una etapa muy corta sobre la que se ha escrito muchísimo, estamos acostumbrados a un nivel de análisis y detalle que, sencillamente, no existe para el periodo anterior a 1931. Aunque sabemos más, no es cierto que los hechos estén ya establecidos. Queda un campo amplísimo de nuestra historia política, repleto de cuestiones emocionantes y muy relevantes para los problemas del presente, que hay que trabajar.