THE OBJECTIVE
Carlos Mayoral

Flaubertianos

«El flaubertiano busca la palabra exacta, el flaubertiano retoza en la fonética de un texto, en el carácter estético del mismo»

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Flaubertianos

Wikimedia Commons

En este 2021 se cumplen dos siglos del nacimiento de Gustave Flaubert. Por supuesto, Francia prepara con esmero el bicentenario de este pequeño genio, por aquí y por allá cuelgan el célebre daguerrotipo con el que le inmortalizó Nadar. Ahí pueden regodearse sus compatriotas con ese bigote morsa a medio camino entre Nietzsche y un matón cualquiera de Gangs of New York, con esa frente amplia que cobija una mirada de párpados bajos, tan ajustada a su melancolía.

Decía Javier Cercas en una de sus columnas recientes en El País que allí, en la nación vecina, los escritores en langue d’oïl consideran a Flaubert su patrón, una especie de papá literario que acuña la ruptura con lo antes establecido, y todo aquel que lo haya leído comprenderá hasta qué punto el estilo del novelista es capaz de darle la vuelta a la anquilosada novela decimonónica. 

Porque el flaubertiano bebe, necesariamente, del estilo. Ese fenómeno mágico e inexplicable, hasta ese momento dedicado casi en exclusiva a los géneros lírico y dramático, pero que tras la llegada de Flaubert se convierte también en inalcanzable aspiración para novelistas. El flaubertiano busca la palabra exacta, el flaubertiano retoza en la fonética de un texto, en el carácter estético del mismo. Mario Vargas Llosa, quizás uno de los flaubertianos más conocidos, achaca esa pasión esteta a un materialismo feroz, a la predilección por los placeres del cuerpo y de la vista que no sólo potencian la prosa del autor, sino también la existencia de su más preciada criatura: Emma Bovary. Quizás ese exceso de retórica haya quedado algo obsoleto, pero sí subsistirá ya siempre, en toda novela, en todo relato, eso tan flaubertiano: desde que apareciese su obra, quizá desde La educación sentimental -por hilar más fino-, el narrador ya nunca podrá limitarse a contar. El narrador experimenta, el narrador vive, el narrador forma parte de. Es la gran revolución de la que se aprovechará la narrativa del siglo XX, de Proust a Nabokov, de Unamuno a Joyce

Los flaubertianos tienen, además del estilo, otra obsesión: el momento. El flaubertiano de bien, el flaubertiano de abolengo deja escapar el futuro entre anhelos y el pasado entre culpas. Esta es la base de su fracaso en el presente, y probablemente la primera muralla conceptual de su indestructible prosa. El flaubertiano es cervantino, es montaigniano, es chateaubrianesco. El flaubertiano no tiene miedo a que le censuren su obra maestra, ni a que le acuse de inmoral un tribunal que intenta detener lo indetenible. Los flaubertianos se enamoran de poetas, o en su defecto de seres inalcanzables, si es que no son sinónimos. Los flaubertianos coquetean con Zola y Baudelaire; son ciclotímicos, de los que un día «matan por» y al siguiente «mueren de»; escriben lo menos posible, meditan algo más. El flaubertiano no deja un texto sin saber que ese estilo, palabra omnipresente en los tres párrafos del texto, se encuentra tanto «en» como «debajo de» las palabras. El flaubertiano se va de centenario en este 2021.

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