THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

Flaubert en bañador

«Zadie Smith y Philip Roth compartían una afición: los dos nadaban. ‘Aunque él, más lejos y más rápido’, según escribió Smith. Ella le preguntó en qué pensaba cuando nadaba; él le dijo que pensaba ‘primer largo, primer largo, primer largo’. Y luego: ‘segundo largo, segundo largo, segundo largo’. Luego le dijo la verdad: elegía un año y trataba de recordar qué le había sucedido ese año»

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Flaubert en bañador

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El cuento más famoso sobre piscinas lo escribió John Cheever, es El nadador, y creo que nunca me impresionó tanto como cuando se lo vi recitar a Víctor Iriarte, cineasta y escritor, autor de un libro que parece una película, Geometría, que salió en 2019. Al escritor Félix Romeo (Zaragoza, 1968 – Madrid, 2011) le gustaban las piscinas: las públicas, las de las casas de sus amigos, y soñaba con una alberca en el jardín de una casa. Aunque no le gustaba nadar: le gustaba quedarse sumergido hasta la barbilla en una esquina o jugar con una pelota. El primer libro de Laura Ferrero –que acaba de publicar una colección de cuentos, La gente no existe– se llama Piscinas vacías, como uno de los cuentos, quizá el que más me impresionó y que no cuento aquí para no destriparlo. Me da un poco de envidia lo bien que titula Ferrero sus libros.

En el parque José Antonio Labordeta de Zaragoza han florecido los tulipanes, la gente va hasta allí a hacerse fotos. Mi familia y yo intentamos hacer lo mismo, pero no conseguimos aparcar la furgoneta y nos conformamos con ver desde el coche las manchas de colores entre el verde. Serán los tulipanes. La piscina Salduba está vacía de agua y llena de hojas. La vemos mientras avanzamos hacia aparcamientos sin salida. Había otras piscinas de parques que recuerdo de mi infancia. Las conocí siempre vacías, con los azulejos a la vista como una provocación, y me preguntaba quiénes serían los afortunados que se habrían bañado en ellas. La piscina de la casa de mis padres está llena de agua, agua sucia llena de hojas y flores de laurel. De vez en cuando se ve el cuerpo de un topillo flotando inerte.

Zadie Smith y Philip Roth compartían una afición: los dos nadaban. «Aunque él, más lejos y más rápido», según escribió Smith. Ella le preguntó en qué pensaba cuando nadaba; él le dijo que pensaba «primer largo, primer largo, primer largo». Y luego: «segundo largo, segundo largo, segundo largo». Luego le dijo la verdad: elegía un año y trataba de recordar qué le había sucedido ese año. Después, qué le había pasado a gente que conocía. Iba ampliando el círculo: su ciudad, el estado, el país. «Y luego –cuenta Smith que le dijo Roth– si llego lejos podría empezar a pensar en Europa». No sé si en la biografía de Blake Bailey que Cynthia Ozick recomienda se habla de Roth y la natación. Kafka nadaba, o al menos se fue a nadar la tarde en que Alemania declaró la guerra a Rusia. El artículo de Smith tiene tres años, lo escribió cuando Roth murió, pero siempre lo tengo en un recoveco de mi cerebro, dispuesto a asaltar mis pensamientos. Cuando Bárbara Mingo escribió: «Nado muy mal pero eso me gusta, me gusta estar en la primera fase de algo que haré cada vez mejor». Le mandé el texto de Smith. Esta vez, volvió a salirme al leer por segunda vez Flaubert for ever, de Marie-Hélène Lafon y descubrir que Flaubert, de cuyo nacimiento se cumplirán 200 años en diciembre, nadaba: «[…] Cuando es temporada, se va a nadar. Nada, le gusta nadar, es un nadador de gran fuerza. ¿Se pone traje de baño?, pues claro que se pone traje de baño, Flaubert en traje de baño, y qué traje de baño».

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