THE OBJECTIVE
Gregorio Luri

Jueves Santo en Oranienburg

«Landsberg sabía que la paz interior conquistada con la evasión vale poco y que el humanismo no puede reducirse a una profesión de fe»

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Jueves Santo en Oranienburg

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Paul Ludwig Landsberg nació el 3 de diciembre de 1901 en Bonn. Su padre, Ernst Landsberg, era un importante jurista, profesor universitario y buen amigo de Carl Schmitt. Lo bautizaron como protestante, pero él, empeñado en nacer de nuevo, se volvió hacia el catolicismo, relacionándose con el movimiento litúrgico de la abadía benedictina de Santa Maria Laach.

Estudió filosofía con Husserl, Heidegger y Scheler y llegó a ser profesor de filosofía en la universidad de Bonn. Su magnífica tesis doctoral, sobre la Academia de Platón (1923) fue publicada en español en 1925 por la Revista de Occidente. Cien años después, sorprende por su frescura y profundidad.

El 1 de marzo de 1933, previendo el inminente triunfo del nazismo, se exilió en París, donde entró en contacto con Mounier y Maritain. Fue el personalista cristiano de más claras raíces existencialistas. Sin embargo, nunca cedió a la tentación de hacer de la moral una criada de la historia y por eso, como todo aquel que en tiempos convulsos se empeña en someter la historia a la moral, estaba condenado a la tragedia. Aceptó su destino porque la filosofía era para él una confrontación con la problematicidad de la propia vida y, por lo tanto, con la propia muerte, que debía responder a la pregunta «¿Cómo me voy haciendo?».

Estando en París recibió una invitación de Joaquim Xirau para venir a dar clases de filosofía y pedagogía a la Universidad de Barcelona. Impartió conferencias también en la Complutense de Madrid. Sus filósofos de referencia eran Agustín, Pascal, Maine de Biran, Nietzsche y Scheler. Muy atrayente es su lectura de Nietzsche, a quien considera uno de los raros espíritus que ha sabido comprender el valor creativo y conformador del sufrimiento. Entendía que su doctrina del sufrimiento era el elemento más cristiano de su pensamiento. Creo que no se equivoca cuando afirma que Nietzsche estaba más cerca de Cristo de lo que él sospechaba.

En el verano de 1934 escribió un revelador ensayo sobre Unamuno en Tosa de Mar, publicado el año siguiente por José Bergamín en Cruz y Raya. Resaltaba especialmente la fecundidad del profundo descontento de sí del vasco intempestivo.

Su influencia se dejó notar en Josep Maria Calsamiglia, Jordi Maragall, Domingo Casanovas, José Ferrater Mora, Francesc Gomà, Eduardo Nicol, David García Bacca, Manuel García Morente, Xavier Zubiri, José Gaos, Juan Zaragüeta… Hasta el punto que merece con todo mérito el titulo de introductor del personalismo cristiano en España. «Mi imagen de Paul Ludwig Landsberg», escribió Gomà, «es la de un auténtico caballero andante del espíritu».

El estallido de la Guerra Civil lo pilló en un curso de verano en Santander. En una carta a José Bergamín confiesa que «aquellos días de 1936 que pasé en Santander, como saben, constituyó para mi vida el final de un período de relativa despreocupación e inquietud juvenil, y también un nuevo punto de partida. La madurez no tendría sentido para nosotros si no entendiéramos el poder del mal sobre la tierra y sobre nosotros mismos y si, al mismo tiempo, y más aún, no nos fortaleciéramos para la lucha necesaria». Bien podría haber dicho, como Roy Campbell, pero desde el otro bando, que «España salvó mi alma».

De Santander pasó a Francia, donde se unió a los filósofos agrupados en torno a la revista Esprit, sobre los que ejerció una influencia decisiva, al convencerlos de la necesidad de comprometerse no con el ideal puro de la neutralidad pacifista, sino con las fuerzas reales antifascistas. «Él más que nadie -dijo Mounier- nos salvó de tentaciones utópicas». Sabía que la paz interior conquistada con la evasión vale poco y que el humanismo no puede reducirse a una profesión de fe. Afirmar la propia humanidad es afirmar el compromiso personal con causas nobles e imperfectas. La conciencia de su nobleza nos impedirá caer en el desaliento y la de su imperfección nos protegerá contra el fanatismo. El compromiso, visto de esta manera, proyecta nuestra responsabilidad sobre el futuro y nos permite hacernos cargo de lo por venir. No es, estrictamente hablando, una militancia, sino una expresión de la libertad de una persona que no está dispuesta a abdicar de su responsabilidad. Para ser auténtico, el compromiso debe ser libre y solo es libre si tiene conciencia clara de las imperfecciones de la causa a la que entrega su fidelidad.

Reflexionando sobre estas cuestiones experimentó en el verano de 1942 algo que lo conmovió y sacudió de arriba abajo; «he hecho», confesó, «el hallazgo del Cristo. Se me ha revelado, a mí». A partir de aquí se plantea la apropiación espiritual de su propia muerte como la culminación de su compromiso con su vida. Hasta ese momento había llevado encima, con la mayor discreción, desde que los nazis ocuparon el poder, un frasco de veneno que estaba dispuesto a ingerir antes de caer en manos de la Gestapo. En el verano del 42 prescinde de ese frasco porque comprende la aparente paradoja de los cristianos que, resistiéndose a arrojar su propia cruz, preferían el martirio al suicidio. Se adueñaban de tal manera de su propia muerte que transformaban la fatalidad en libertad.

Cuando los alemanes toman París, consigue refugiarse en la casa de un amigo en Lyon para trasladarse posteriormente a Pau. El 23 de febrero del 43 alguien denunció a un médico alsaciano llamado Paul Richter por su conducta antinazi. Paul Richert no era sino el seudónimo de Landsberg. Fue deportado al campo de Oranienburg.

Los testimonios de los prisioneros hablan de su energía moral, de su esperanza a pesar de las circunstancias, de su determinación inquebrantable. Murió de hambre y agotamiento el 2 de abril de 1944. Unas horas antes de su fallecimiento fue conducido, en un estado de debilidad extrema, a la enfermería. En un último esfuerzo, se volvió hacia los otros enfermos y les dibujó una temblorosa señal de la cruz en el aire.

En el capítulo III de su libro La experiencia de la muerte, titulado “Intermezzo en la plaza de toros”, Landsberg crea una luminosa analogía entre la vida de cualquier hombre y la lucha del torero con el toro en el transcurso de una corrida de toros, cuya exégesis se la cedo al lector curioso. Yo me limitaré aquí a recoger para concluir la firme convicción de Landsberg de que el cristianismo es la afirmación suprema de una vida de esperanza. De esa misma esperanza que empuja a los árboles en primavera a su explosión floral o que llevaba a Santa Teresa a buscar más allá del dolor una quietud inefable. 

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