La muerte es la identidad
«De entre todas nuestras segmentadas identidades, compartimos una: nos vamos a morir todos»
Tanto usted como yo hemos podido aprender algo de la pandemia. Pero no está muy claro qué. Si acaso, dos cosas antiguas: que tenían razón las abuelas con lo de guardar por si pasa algo y que hemos empezado a hablar algo de la muerte. Veníamos casi de la nada. De la incomodidad absoluta de nombrarla. Y eso que si un partido político quisiera encontraría la identidad definitiva, la que nos une a todos. Nuestro máximo común denominador. De entre todas nuestras segmentadas identidades, compartimos una: nos vamos a morir todos. Nuestra unidad mínima identitaria es que somos mortales. Que nos queramos acordar ya es otra historia.
Un año antes de la pandemia, España se escandalizaba con una noticia sobre una estafa masiva en una funeraria. Reciclaba las coronas de los muertos, incineraba en ataúdes más baratos de los que facturaba… El muerto no se enteraba y el cliente vivo, tampoco. Chapu Apaolaza explicaba entonces lo fácil del truco: como no queremos saber nada de la muerte, preferíamos no mirarla —que se ocupen otros de mortajas, etc-. Y así, era más fácil engañarnos. La muerte y sus gestiones no cabían en nuestra vida líquida y divina.
La modernidad nos trajo el desprecio del luto. Pasamos de la Casa de Bernarda Alba a todo lo contrario. Tanto habíamos dejado de pensar, escribir y leer sobre la muerte que Joan Didion llegó a decir en El año del pensamiento mágico que le faltaba bibliografía sobre el luto. La poesía –«somos el tiempo que nos queda» decía Caballero Bonald- y la propia literatura rebaten a Didion. Pero ya el título de la obra en la que la escritora relata lo difícil de afrontar la pérdida encierra una idea profunda. Que hace falta tiempo para asumir. Yo crecí con ella en casa. Mi madre -que había perdido a la suya a los 20 años- insistía siempre en que el primer año la mente es incapaz de digerir una pérdida querida definitiva. «Hasta que no pase un año no sabe lo que le ha pasado», sentencia siempre ante una viuda o un huérfano. Una vuelta al sol para creer. Ese vacío, ese «en polvo te convertirás» de Hamlet frente a la calavera de Yorick, el sublime desgarro de Miguel Hernández en su Elegía por Ramón Sijé, se siente de forma más consciente pasado ya el golpe. Es el desgarro de la factura a año vencido.
En este último año y casi medio hemos oído hablar de muertos hasta el nivel de convertirlos solo en números. Hemos visto cómo se los lanzan a la cara los políticos como una mercancía propagandística cualquiera. Casi como las mascarillas que nos vamos quitando. Queremos olvidarlas, igual a los muertos que nuestra sociedad light ha intentado que no viéramos. Y por eso se hace viral la frase de una niña diciendo aquello sobre las mascarillas: «(Llevarla) es mejor que morirse». Los niños, hablando de la muerte con más soltura que los adultos.
Con la Covid, los datos de contagios y las cifras de fallecidos, el concepto de ‘año de pensamiento mágico’ toma otro sentido. Es magia oscura por lo que no hemos visto, de lo que no nos han contado. Pero, ¿y si en vez de indagar preferimos no saberlo? Quizá habría que preguntarse si ese caso omiso a la muerte o ese irnos de botellones multitudinarios es porque nos creemos inmortales o porque sabemos que nos vamos a morir.