THE OBJECTIVE
Juan Claudio de Ramón

Las mañanas pródigas de George Steiner

«Su propio don de lenguas debería haberle puesto en la pista de que todo lo esencial se puede traducir»

Opinión
Comentarios
Las mañanas pródigas de George Steiner

Con algo de retraso, me gustaría decir algo yo también sobre la obra de George Steiner, ahora que el viejo profesor ya no es de este mundo. En realidad, no puedo presumir de conocer bien su pensamiento. Mi engañosa sensación de familiaridad se debe a las varias relecturas de su maravilloso libro de memorias, Errata, un texto importante durante mi juventud en dos sentidos: como ejemplo de vida y como modelo de escritura. Como ejemplo de vida, porque envidié intensamente su trayectoria de apasionado, metódico, implacable estudio. Ninguna vita beata más codiciable que la suya de académico en varias lenguas, detective de la cultura, con un ojo atento al siglo y otro perdido en la eternidad. Como modelo de escritura, porque descubrí allí un ejemplo de prosa capaz de hilvanar conjeturas siempre persuasivas rindiendo tributo a los grandes nombres de la tradición. La impresión fue memorable. Una vez, estando yo en Ginebra, supe que iba a dar una conferencia; llegué a tiempo para lograr su autógrafo en mi ejemplar. Hizo un garabato malhumorado, pero los maestros tienen esa facilidad para hacerse perdonar el malhumor.

Como también ocurre con los maestros, con el tiempo me distancié. Descubrí que Steiner a menudo era más erudito que escrupuloso. En particular, me impacientaba su mística fascinación con las lenguas, que entendía a la manera romántica: una lengua, un mundo. Nuestro sabio vienés no se percataba de que esa muy extendida superstición, sin base científica alguna, está en la base de los nacionalismos lingüísticos, es decir, de todos los nacionalismos. El respeto a la diversidad lingüística ha de ser una actitud política derivada de un compromiso con el pluralismo; es peligroso convertirlo en una metafísica. «Bon dia» no acarrea una imagen del mundo distinta que «Buenos días», «Good Morning» o «Bonjour». Esa es la clase de prejuicios que exacerban el narcisismo de las pequeñas diferencias y nos conducen a creer que nuestra comunidad política termina donde termina nuestra lengua materna. A Steiner no se le planteaba el problema porque presumía de no tener una lengua primera o única con la que identificarse; proyectaba sobre el resto del planeta la arcadia lingüística de su acomodado hogar vienés, donde aprendió a sentir propios con igual intensidad inglés, francés y alemán. Supongo que algo de vanidad había en suponer que esa privilegiada circunstancia le franqueaba el acceso a tres mundos distintos. En realidad, su propio don de lenguas debería haberle puesto en la pista de que todo lo esencial se puede traducir, precisamente, porque nuestro modo de recibir el mundo es esencialmente el mismo. En un pasaje especialmente risible, se llega a preguntar cómo es hacer el amor en eusquera: bueno, en realidad yo tampoco lo sé, pero estoy casi seguro de que resulta una experiencia tan parecida a hacer el amor en español, en catalán, en japonés o en coreano que solo un nacionalista podría distinguirlas.

Pero parece que me burlo del maestro y no quiero. Quiero volver al capítulo cuarto de Errata, donde se describen los esplendores de la vida universitaria en el Chicago de finales de los años cuarenta. No sé si alguna vez una universidad así existió, pero es una con la que sueño en matricularme desde entonces. En sus palabras: «En la masa crítica de una comunidad académica exitosa, las órbitas de las obsesiones individuales se cruzarán incesantemente. Una vez entra en colisión con ellas, el estudiante no podrá sustraerse ni a su luminosidad ni al desafío que lanzan a la complacencia […] Una vez que un hombre o una mujer jóvenes son expuestos al virus de lo absoluto, una vez que ven, oyen, huelen, la fiebre en quienes persiguen la verdad desinteresadamente, algo de su resplandor permanecerá con ellos. Para el resto de sus vidas y a lo largo de sus trayectorias profesionales, acaso absolutamente normales o mediocres, estos hombres y estas mujeres estarán equipados con una suerte de salvavidas contra el vacío […] Esa es la cuestión. Llamar la atención de un estudiante hacia aquello que, en un principio, sobrepasa su entendimiento, pero cuya estatura y fascinación le obligan a persistir en el intento. La simplificación, la búsqueda del equilibrio, la moderación hoy predominantes en casi toda la educación privilegiada son mortales. Menoscaban de un modo fatal las capacidades desconocidas en nosotros mismos. Los ataques al así llamado elitismo enmascaran una vulgar condescendencia: hacia todos aquellos a priori juzgado incapaces de cosas mejores. Tanto el pensamiento como el amor nos exigen demasiado. Nos humillan. Pero la humillación, incluso la desesperación ante la dificultad –uno se pasa la noche sudando y no consigue resolver la ecuación, descifrar la frase en griego– pueden desvanecerse con la salida del sol. Durante los dos años que pasé en Chicago, uno como estudiante, otro como posgraduado, las mañanas eran pródigas».

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D