THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

No hay verano inútil

«La normalidad es el grado de rareza que podamos soportar: un verano colmado de noticias o playas donde el topless más escandaloso sea la boca al aire»

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No hay verano inútil

Atienza | EFE

La normalidad es el grado de rareza que podamos soportar: un verano colmado de noticias, playas donde el topless más escandaloso sea la boca al aire o coches que regresen felices a los atascos, como cuentan en los telediarios, que dan otra vez la isobara. Hablar del tiempo es lo más cerca que estamos de la rutina, aunque nadie quiera coincidir en los ascensores.

En Marbella no hay avalancha de turistas, pero ha aumentado la población de pieles muertas: ya no trabajan en el paseo marítimo esos peces que hacen la pedicura, los garra rufa. En la plaza de los Naranjos, hay sillas apiladas y mesas vacías, restaurantes y tiendas de souvenirs —las catedrales de lo inservible— cerrados, cementerios de recuerdos que evidencian sensatez y miedo, que a veces son la misma cosa. El souvenir de este verano es el biombo higiénico, que en Andalucía ya es obligatorio. Puede que sofoquemos el coronavirus[contexto id=»460724″] y coronemos los sofocos. De momento, en restaurantes exclusivos y en eventos de coches testiculares solo los empleados llevan mascarilla. Será que los clientes no despiden saliva, sino gotas de Chanel; será que el coronavirus tiene alma de portero de discoteca y hace la vista gorda con aquellos que visten de marca y no usan chanclas. Hay gente que lleva bolsos originales y vidas de imitación. Les gusta formar corros, posar abrazados en photocalls y dar besos al aire miméticamente. Parecen rezar aquello de d’Ors: “El olvido nuestro de cada noche, dánoslo hoy”; aunque olvido e imprudencia caben en todo tipo de bolsillos.

Con el baño como excusa para desembozarse, será más difícil guardar separación en el agua: abunda el paddle surf, que es una manera de barrer el mar y el temor, y los barcos quieren seguir atracando a una distancia óptima para despertar envidia. A Andalucía no se viene a huir del verano, como decía Pemán de quienes iban al norte “a empalmar dos inviernos seguidos”, sino a vencerlo, “matándolo a fuerza de patios, terrazas, toldos, fuentes y estanques”. Y mar. Y rayos de sol que se apuran como un último beso.

Recuerdo un verano sin playa en Galicia, donde tenemos la leyenda de las meigas y la de los días soleados. Hacíamos guerras de ciruelas y yo me enamoraba de locutores de radio. Mis padres se esforzaban en entretenernos y hasta aprendimos a jugar al póker. Lo que entonces me pareció un estío perdido es hoy uno de mis recuerdos dorados.

No hay verano inútil. Ni siquiera este verano azul mascarilla que avanza al brote y al galope. Veranear es abrir el melón del tiempo, disponer una tumbona para la mente; la brisa derretida sobre el helado que vuela; noches de tirantes y juegos de azahar; el eco del gazpacho, una mirada refrescante, el tatuaje del sol en los hombros y algún paseo por la orilla. Cualquier tiempo paseado fue mejor.

La canícula es una asomadita al paraíso perdido, apuntó Max Aub, que no vivía en una urbanización de bloques con piscina, la guardería estival. Y @Miss_Grape_ha tuiteado: “A la vida hemos venido a veranear”. También hay vacaciones que deberían ser la vida. No serán las de este verano, al que no le encuentro canción y no está el panorama para sacar al negro de Georgie Dann; pero llegarán: solo hay que ser perseveraneante.

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