Nuestras plagas de Egipto
«La realidad que nos rodea empieza a ser como leer la Biblia y la gente se burla de Greta como se burlaban de Noé, empeñado en su barco porque en esta vida descreída, ni creemos en el dolor ajeno, ni creemos en las noticias que avisan de todas esas cosas más terribles por venir»
Cuando éramos pequeños, mi madre nos leía el Quijote, con el que nos tronchábamos, y la Biblia, con la que alucinábamos y de la que no nos creíamos ni la mitad. Ella se tiraba a las historias más fascinantes, por supuesto, en un tiempo en el que no había internet y había que buscar los pasajes a mano. Esos pasajes fabulosos, como el arca de Noé, la Torre de Babel, Jonás y la ballena o las plagas de Egipto.
Hoy día basta con poner el telediario para encontrarse con terribles plagas de proporciones bíblicas, pero nadie parece inmutarse. La cantidad de noticias bíblicas a las que nos somete la actualidad nos ha inmunizado contra la acción, el miedo extremo y la mismísima realidad, quizá porque las plagas nos parecen obvias mirando hacia un tiempo remoto y lejanas e increíbles mientras estamos dentro de ellas. Parece como si estos hechos catastróficos fueran ficciones que inventaron los antiguos y presentes irreales que nada tienen que ver con nuestra forma de vivir y actuar, desastres que le afectan a otro en un país lejano de oriente o en una extraña isla donde se hablan todos los idiomas del mundo en espera de que levante una misteriosa nube de polvo del desierto y que no harán mella en nuestra inmune salud a los espantos o en el futuro de nuestros adorables hijos.
El mar menor muere, sus peces putrefactos flotando, por culpa de los vertidos. Esto es muy bíblico, muy del Éxodo, pues ya ocurrió con el Nilo y sus aguas de sangre. Según los científicos, esta primera plaga no fue cosa de Moisés con su vara mágica, sino de los terremotos provocados por el volcán de Santorini, en el mediterráneo. La teoría que presentaba un documental de National Geographic es que aquellos sismos causaron escapes de dióxido de carbono y de hierro junto al Nilo, que al entrar en contacto con el oxígeno, formaron hidróxido de hierro. Éste volvió el agua de color rojo, con la apariencia de la muy siniestra sangre, matando la vida del río y causando todas las catástrofes que vinieron detrás. Plagas de moscas, enjambres de mosquitos y pulgas y piojos, extrañas muertes en la noche -el ángel exterminador fue un gas letal causado por estos desastres-, plagas de langosta, tormentas de granizo inenarrables. Luego, vino la oscuridad, las tinieblas de la novena plaga, que era tan pesada que un egipcio podía sentir su peso en el cuerpo. Cenizas volcánicas oscureciendo el cielo, ¿quizá?
Poner el telediario con sus virus exóticos, su granizo desproporcionado, sus millones de adorables koalas muriendo entre las llamas de Australia, las riadas espeluznantes del mar que sube por el deshielo cargándose nuestras espantosas construcciones faraónicas playeras, los barcos cargados de seres humanos, éxodos masivos, engullidos por las aguas y por los fantasmas de las ballenas jonasinas que fueron esquilmadas hace cientos de años es más un ejercicio de fascinación aterrada que de concienciación activa.
La realidad que nos rodea empieza a ser como leer la Biblia y la gente se burla de Greta como se burlaban de Noé, empeñado en su barco porque en esta vida descreída, ni creemos en el dolor ajeno, ni creemos en las noticias que avisan de todas esas cosas más terribles por venir. Y es que no están por venir. Ya han venido. Ya están aquí las plagas y los desmanes, los Infiernos de basura que se derrumban, las nubes de polvo en anticiclones cada vez más frecuentes que atrapan en una isla a miles de personas que hablan todos los idiomas del planeta, y que desolados, tratan de entenderse sin saber dónde pasarán la noche, de virus asesinos con nombres regios que amenazan las vidas sencillas y acaudaladas entre las máscaras de carnaval de los canales de Venecia
Ya, ya sé que cada uno, de forma individual, no podemos hacer gran cosa, no tenemos esa vara mágica que abre las aguas y que deshace los desastres. Esa es nuestra escapatoria contra el miedo: qué será, será, decimos sin creer en buscar soluciones, sin fe de ciudadanos, sin pavor de urgencia al cambio climático[contexto id=»381816″], riéndonos de las prohibiciones de circular por Madrid o de quien sea que toque la trompeta del ángel exterminador.
Seguimos poniéndonos una visera contra este sol del desierto en febrero, unas gafas oscuras para que no nos deslumbre la nube de miedo. Esta es nuestra máscara de cotidianeidad, pena que no podamos ir al carnaval o a un congreso de teléfonos móviles porque lo han cancelado los virus o los mesías, a saber.
Quizá entre tanto podíamos ser más quijotescos, luchar contra algún gigante por puro espíritu creativo. Debemos creer, enloquecer, tal vez, hablar de todo esto y profundizar más y más en cada “plaga” y sus verdaderos orígenes científicos, no quedarnos en la ficción de aquello que deseamos, nunca va a tocarnos de cerca. Escribamos, pidamos soluciones a nuestros regidores contra la contaminación y los vertidos, pongámonos las bacinillas en las cabezas, aunque sea un solo día, creemos una continua avalancha de peticiones y un clima de opinión que raspe las conciencias. Es nuestra obligación y nuestra urgencia.