THE OBJECTIVE
Melchor Miralles

Diablas en sujetador y sin boleros

A la prenda la han llamdo “Omotenashi compacto bra”. Dicen que es ropa interior conceptual. A mí me parece un adefesio. Y la imagino más que incómoda.

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Diablas en sujetador y sin boleros

A la prenda la han llamdo “Omotenashi compacto bra”. Dicen que es ropa interior conceptual. A mí me parece un adefesio. Y la imagino más que incómoda.

Reza el pie de la foto de Toru Hanai, de Reuters, que en la imagen un sujetador refleja la hospitalidad afectuosa de las mujeres japonesas. A la prenda, los prendas la han llamdo “Omotenashi compacto bra”. Dicen que es ropa interior conceptual. A mí me parece un adefesio. Y la imagino más que incómoda.

Para un poeta los pechos femeninos, los escotes, son una suerte de espejo que refleja afanes, deseos, pasiones, ideas, sueños… que llegan, o no alcanzan. Para un mirón, un juego, una guerra sin cuartel con los botones, un sueño de pezones que imagina erguidos, dos volcanes de fuego que no abrasa, un confín de pasiones ocultas, un burdel de perfumes donde cumplir con uno los abismos, un atardecer de borrachera que al final sabrá a desdén, o quizá a besos de fresa que no ha dado, una ausencia de muchachas y diablas, una treta de pirómanas de la esquina favorita de mi hermano Ángel Antonio Herrera que, como yo, fue puta antes que monja. En La Habana y en los “madriles”.

Unos pechos sostenidos por este artilugio, pese a las manos, que adivino de plástico, que te saludan desde el canalillo, son una invitación a la huida, a regresar al tugurio o al cabaret oscuro, a la diatriba de los forajidos que bailan boleros con las últimas diablas de la noche. Este “Omotenashi” convierte a una diabla japonesa en una florista de postal romántica ajada. Pasión adversa. Brusco descenso al averno de la líbido en fuga.

Yo, que adoro un sujetador en guerra, observo la imagen y me inclino por un Dobin Mushi, unos makis y sashimis variados, un teppan yaki de pescado y un sostén en condiciones, atareado en sombrear con una blusa desordenada, con un vaivén dulce y deseable, anticipo de un ron de los desórdenes que corre con las risas de mi corazón adolescente de forajido con foulard. Y aullidos de la memoria, bellos como versos de Ángel en un tugurio de La Habana, donde perdemos la brújula de la cordura. Para enseñar esos artilugios, mejor mostrar los pechos al aire en delicioso sonanbulismo de cinturas. Y al final, la mirada, y ya se sabe que en cada mirada vive un peligro de mulata del confín de los amores, sirena de lunas que no se ponen, alboroto de amaneceres sin sushi, sin Teriyaky… pero sobrado de ron en despedida en un harén de espejos en los qus se reflejan mulatas de bikinis limón que te alegran la mañana. Nada más bello que una isla al anochecer, con las últimas bañistas, bellas mujeres de fuste, diablas de primera, que cuando se van, mostrándote sus pechos liberados, esperándose a sí mismas, no se van porque se quedan en todas partes, aunque no las veas. Y con este artilugio, sus pechos no estarían. Ni ellas. Aún siendo orientales bellas y simpáticas. Soy más de Pura Vida caribeña, de alcobas prestadas de entreluces, en mágica resaca, donde despierta siempre a deshora la rubia droga de los desnudos y una mala canción romántica suena por los pasillos que no dan a ninguna parte, póstumos pasillos que huelen a bodegas verdes, hierbas de humo y cloroformos encantados. Con Ángel Antonio, mi diablo favorito, que no baila boleros, pero los escribe como Dios.

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