Contra el fatalismo hispánico
Con la energía intelectual que hemos dedicado a cuadrar el ser de España tal vez hoy podríamos ser campeones mundiales de la nanotecnología o llevar escritas dos docenas de Quijotes. Cuando renuncia al trono, un monarca de import-export como Amadeo de Saboya constata que no nos hacen falta enemigos extranjeros.
Con la energía intelectual que hemos dedicado a cuadrar el ser de España tal vez hoy podríamos ser campeones mundiales de la nanotecnología o llevar escritas dos docenas de Quijotes. Cuando renuncia al trono, un monarca de import-export como Amadeo de Saboya constata que no nos hacen falta enemigos extranjeros.
Con la energía intelectual que hemos dedicado a cuadrar el ser de España tal vez hoy podríamos ser campeones mundiales de la nanotecnología o llevar escritas dos docenas de Quijotes. Cuando renuncia al trono, un monarca de import-export como Amadeo de Saboya constata que no nos hacen falta enemigos extranjeros, porque “todos los que agravan y perpetúan los males de la nación son españoles”. Al abandonar el país, afinó aún más su juicio sobre España: “non capisco niente”.
En su reciente reedición de Hispanomanía, Tom Burns cartografía la invención de tantos tópicos españoles de cocción romántica. Ahí figuran viejos lugares comunes como la pereza, la alegría, ese sentido del honor que nos haría una nación de “semi-moros”. Con la mirada extranjera, de Gautier a Ford, España adquiere la consideración de “país de anomalías”. Lo mayor anomalía, en realidad, iba a ser la asunción por parte de los propios españoles –entre el orgullo diferencial y la complacencia morbosa- del magno elenco de clichés. Al final, el “España como problema” y el “Spain is different” están emparentados como demonios de la misma estirpe.
Ya más que mediado el siglo XX, Brenan nos habla de útiles agrícolas inalterados desde la Edad del Bronce: hoy, por esas mismas tierras, aceleran los convoyes de la Alta Velocidad, del mismo modo que las ventas cervantinas se han recauchutado en Relais&Châteaux. Nada está escrito, en definitiva, como tampoco es segura ninguna excepcionalidad española que apenas sirve ya más que como sustituto de la inteligencia entre opinadores neocastizos. En 1875 –al poco de Amadeo- hubo una Restauración, como en 1975 prendió la Transición en el país que Brenan había visto a modo de solar de “la rebeldía y la anarquía”. Por supuesto, sigue siendo cierto que en España “así como es menester gran capacidad para actuar, así mucha para unir”, pero uno de los peores favores que podríamos hacernos hoy sería disponer de otra dosis de fatalismo hispánico. Al fin, exige mucha más responsabilidad ser un país normal que creerse un pueblo elegido o una nación maldita. Significa, entre otras cosas, saber que ni España ni su futuro son irremediables, aunque sólo sea porque ya antes no lo fueron.