THE OBJECTIVE
Paula Corroto

Algo supuestamente divertido

Me alegro que Venecia haya dicho basta. Sus calles, su plaza de San Marcos, sus escondrijos sí que merecen una visita. Pero reposada. No a un camarote que flota en unas aguas tan ondulantes como la felicidad que vende la agencia de viajes.

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Algo supuestamente divertido

Me alegro que Venecia haya dicho basta. Sus calles, su plaza de San Marcos, sus escondrijos sí que merecen una visita. Pero reposada. No a un camarote que flota en unas aguas tan ondulantes como la felicidad que vende la agencia de viajes.

Nunca he estado en un crucero. No sé cómo es esa sensación de pisar el suelo de un mamotreto de 20 pisos de altura que surca el mar. No tengo ni idea de lo que es caminar por una cubierta con piscina, hamacas, barra de cócteles; tampoco atravesar pasillos con camarotes que desembocan en salones para comer, bailar o jugar al bingo. Mi única experiencia en un barco relativamente grande se reduce a un viaje entre Creta y Atenas en el que dormí en un suelo enmoquetado, lleno de porquería y sufriendo los bandazos de una noche tormentosa. Durante días debí de tener el yunque y el martillo algo alborotados. La falta de equilibrio fue atroz. Poca clase.

No obstante, no es esta experiencia la que me lleva a comentar la noticia sobre la prohibición del paso de los inmensos cruceros por la cuenca de San Marcos, en Venecia. Tampoco el recuerdo del famoso capitán Schettino del Costa Concordia. Simplemente es que los cruceros me provocan cierta aversión y aplaudo la decisión veneciana.

Entiendo estos enormes buques como una reducción de lo que ciertas agencias de viaje consideran el paraíso de la vida. La felicidad. A ver: concentrar a la gente en pequeños grupos para que se conozcan (y liguen, ahí está el caso de los viajes para singles, ¿no?), organizar todo tipo de jueguecitos para que treintañeros, cuarentañeros, cincuentañeros y hasta ochentaañeros recuerden sus veinte. Y, eso sí, siempre con una sonrisa. Porque te lo estás pasando fetén, que no se te olvide. Después, desembarcar en una ciudad bellísima, salir todos en tropel con la cámara, hacer cuatrocientas fotos a monumentos que apenas te da tiempo a ver y vuelta al barquito. Turisteo. ¿Esto es realmente el paraíso en vida?

El párrafo anterior está salpicado de comentarios que me han hecho algunos usuarios de cruceros aunque, sobre todo, bebe de la lectura del reportaje de David Foster Wallace, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, en el que narraba unas vacaciones cruceriles. Desde el adverbio, ya todo suena mal. Y eso es lo que percibe el pobre DFW: parece divertido, pero no lo es. ¿Por qué? Porque es una recreación, una felicidad metida con calzador. Que esto es lo que mola, y punto. Estresante, ¿no?

Convertimos la vida en representación, en anuncio. Las vacaciones tienen que ser ese catálogo de playas turquesas, margaritas y sonrisas. Y tienes que estar a bien con todo el mundo. El crucero no es más que ese símbolo que representa esa irrealidad que a toda costa queremos convertir en real.

Me alegro que Venecia haya dicho basta. Sus calles, su plaza de San Marcos, sus escondrijos sí que merecen una visita. Pero reposada. Y a ser posible, por la noche, vuelta al hotel, el hostal o la pensión. No a un camarote que flota en unas aguas tan ondulantes como la felicidad que vende la agencia de viajes.

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