Tocados, pero nunca hundidos
Sin saber por qué, el tal Melendi me cayó bien desde el principio y me asomé a sus canciones. Me acompañan en el coche y siempre son bienvenidas cuando suenan en la radio.
Sin saber por qué, el tal Melendi me cayó bien desde el principio y me asomé a sus canciones. Me acompañan en el coche y siempre son bienvenidas cuando suenan en la radio.
Soy uno más de los que conocieron a Melendi por su participación en el programa “La Voz”. La música es una de mis grandes lagunas culturales, así que fue mi mujer la que tuvo que ilustrarme.
– ¡Pero cómo no lo vas a conocer, hombre! Es el de “mis sentimientos vaaan en chándal y los tuyos visteeen de Dior” – tarareó con alegría.
Sin saber por qué, el tal Melendi me cayó bien desde el principio y me asomé a sus canciones. Me acompañan en el coche y siempre son bienvenidas cuando suenan en la radio. En principio, no tengo nada en común con él: yo soy un gallego de aldea que esprinta hacia los 50 y que imagina el paraíso en forma de lluvia suave en los cristales, chimenea y biblioteca; y él es una estrella que va de plató en escenario envuelto en el cariño de sus fans.
Pero me gusta su manera de contar el mundo y su forma de estar en el mundo. A veces las cosas del arte son así de sencillas. Intuyo una persona con valores, sincera y directa. Por ejemplo, me ha parecido un gran acierto la fórmula con la que se despide en un reciente comunicado: “un padre de familia”. Quizás eso es lo que somos verdaderamente, despojados de todo adorno, admiración, oficios y obligaciones: padres de familia, sin más.
Lo ignoro casi todo de Melendi, pero algunas de sus canciones me han resultado útiles para mirarme a mí mismo, porque me colocan en un estado de optimismo suave. Es un servicio que él me hace como artista y yo se lo agradezco.
Confieso que alguna que otra vez, de madrugada, me asomo a la ciudad desde la ventana de la cocina. Un brillo sucio empaña las calles y mire donde mire, no encuentro un solo gramo de belleza. Entonces, si sé escuchar con atención, siempre llega hasta mí el eco lejano de algún ‘violinista sobre los tejados’, que me envuelve en su melodía, como en una tela de araña de coraje. De modo que aprieto los dientes, limpio mis ‘lágrimas desordenadas’ y me digo: ‘volvamos a empezar’. Porque podemos estar ‘tocados, pero nunca hundidos’.
Al fin y al cabo, en la vida no hay maestros: todos somos, simplemente, ‘un alumno más’.