Grandezas paralelas
No hace falta ascender a las alturas de un Plutarco para trazar grandezas paralelas entre Churchill y de Gaulle.
No hace falta ascender a las alturas de un Plutarco para trazar grandezas paralelas entre Churchill y de Gaulle.
No hace falta ascender a las alturas de un Plutarco para trazar grandezas paralelas entre Churchill y de Gaulle. Ambos fueron líderes de largo aliento. Ambos se criaron –antes de la política- en la disciplina militar. Y también los dos entendieron, más allá de sus orígenes conservadores, las posibilidades y las servidumbres de los medios de masas: ahí están las alocuciones paternales de De Gaulle en la televisión; ahí quedan para la memoria los discursos de Churchill en las ondas temblorosas de la BBC.
Churchill y De Gaulle iban a ser distintos en todo lo demás. El general, hombre parco, se pagaba su propio peluquero, apagaba minuciosamente las luces de palacio cada noche y –lo que tiene más mérito- hizo uso escaso de las cavas bien nutridas del Elíseo. Por su parte, el mismo Churchill que no podía vivir sin champaña y sin habanos, tampoco podía vivir sin un enjambre de secretarias y asistentes.
De entre los no pocos episodios milagrosos de la guerra mundial, no es menor el hecho de que De Gaulle y Churchill, Churchill y de Gaulle, riñeran siempre y no rompieran nunca. Al escribir sobre los líderes del futuro, el laborista galés Aneurin Bevan –testigo algo rocoso de los logros del presidente y el primer ministro- señala que serán “hombres cada vez más pequeños en escenarios cada vez más estrechos”. Por contraste, ahí están Churchill y de Gaulle, caracteres distintos, distintas declinaciones de grandeza. Uno fue votado el mayor británico de la historia; el otro, el mayor francés. Nunca lo hubieran sido de no haber demostrado que –por naïf que suene- el entendimiento es también otra declinación de la grandeza.