En brazos del hombre maduro
La arbitrariedad de la vida hace que a veces te devuelva lo invertido en ella y otras te lo rapiñe sin explicaciones. Así, tan pronto te condena a derramar lágrimas por amor como te obsequia con un cariño de los buenos.
La arbitrariedad de la vida hace que a veces te devuelva lo invertido en ella y otras te lo rapiñe sin explicaciones. Así, tan pronto te condena a derramar lágrimas por amor como te obsequia con un cariño de los buenos.
En la fotografía que acompaña a mi Subjetivo detecto sinceridad a pesar de lo fácil que sería encubrirla bajo el artificio del papel cuché, pero creo en ella. Creo que esa pareja insólita encaja como horma y zapato. Su imagen destila un afecto complementario, fácil de entender en el momento procesal en que ambos se encuentran, pues aquellos que no encajan a los treinta a lo mejor se convierten en compañeros idóneos años después. Con independencia de que el amor no debiera plegarse a prejuicios de edad, clase o condición mientras sea deseado por ambos, en este caso, y a pesar de los veinticinco años de diferencia, me parece equilibrado.
El tiempo va perfeccionando nuestra capacidad de observación y esta nos lleva a entender que si bien los príncipes y las princesas azules destiñen, la ambición compartir con alguien el amor no se desgasta. No existe una edad en la que el ser humano abdique en su vocación –y empleo en consecuencia la palabra- de amar y ser amado. Quien lo hace es por desesperanza, tristeza o incluso pereza. Por tanto esa mujer que alcanza los sesenta años anhela sentirse amada igual que en otras épocas de su vida, quizá no con la agitada pasión de los treinta, pero sí con esa clase de entrega apacible del hombre maduro. Respecto a él, Rupert Murdoch es un triunfo andante que en el “mercado” del amor podría adquirir la más joven y deseable de las “piezas”, pero ha optado por una compañera madura sin sobresaltos.
Ellos me inspiran dos caminantes recorriendo la misma senda.