THE OBJECTIVE
Lorena G. Maldonado

Mi abuela es más feminista que Simone de Beauvoir

Mi abuela me deja en el contestador mensajes larguísimos, atropellados, que luego me llegan en forma de SMS y eso no hay Dios que lo transcriba. Cómo va a entender esa máquina estúpida su acento granaíno. Ella siempre avisa, como si no me saliese su número: “Lorena, soy la abuela”, así, reina y señora del sustantivo, matriarca del mundo. La Francis es niña de la posguerra. Hace muy poco, mi madre se enteró de que nunca había tenido una muñeca y le regaló una, a sus 73 años. Me mandaron fotos del encuentro tardío entre la anciana y el juguete y me pareció hermosísimo y triste.

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Mi abuela es más feminista que Simone de Beauvoir

Mi abuela me deja en el contestador mensajes larguísimos, atropellados, que luego me llegan en forma de SMS y eso no hay Dios que lo transcriba. Cómo va a entender esa máquina estúpida su acento granaíno. Ella siempre avisa, como si no me saliese su número: “Lorena, soy la abuela”, así, reina y señora del sustantivo, matriarca del mundo. La Francis es niña de la posguerra. Hace muy poco, mi madre se enteró de que nunca había tenido una muñeca y le regaló una, a sus 73 años. Me mandaron fotos del encuentro tardío entre la anciana y el juguete y me pareció hermosísimo y triste.

Mi abuela nació en Loja, en una familia de once hermanos, y sabe bien lo que es el hambre. Se enamoró de mi abuelo siendo una cría, porque vivían en cortijos vecinos, y a los dieciséis se quedó embarazada. Suerte que dio con un héroe: Emilio arregló con sus propias manos y sin tener ni pajolera idea una moto que había allí tirada, en el campo, subió a su novia encima y se fugaron a Málaga, a buscarse la vida y a huir de las vergüenzas. La vergüenza aquí era mi santa madre, claro, un bombo antes de la boda. Pero yo dudo mucho que haya alguien en el planeta engendrado con un amor tan atávico, tan cómplice y desafiante. Un amor más antiguo que la tierra.

La Francis no sabía leer ni escribir. Trabajó como costurera hasta que pudieron abrir Los Villares, un restaurante de barrio, y lleva curtiéndose el lomo como cocinera desde entonces, echando más horas que un reloj. Aún hoy no hay quien la arranque de su infernillo. Qué raza, mi abuela. Qué hembra.  Qué croquetas de jamón, qué carnes, qué guisos. Y cuántos años, cuánto dolor, cuántas varices. La recuerdo siempre con las piernas hinchadas y el delantal manchado. Salía del humo de los fogones, como un hada madrina con cortes en los dedos, y me besaba muy apretado y muy rápido cuando volvía del colegio. El bar siempre estaba lleno y ella nunca tenía tiempo.

La Francis es una fiera. No sabe hacer otra cosa más que trabajar, más que seguir adelante, más que sortear desgracias con elegancia aristócrata. Tiene lunares en los brazos, como yo, y los ojos claros muy pequeños y escurridos de haberse tragado tantas lágrimas. Mi abuela, jefa ecuménica, es dignidad y ovarios férreos. Ella dice“tó el mundo es bueno” y la vida se oxigena. Dice “lo primero es la salud” y calla a los economistas. Dice “¿el mejor de los hombres? Colgao’ de un pino”, y le cura el corazón a las nietas. Nosotras nos reímos, porque sabemos que es mentira: lleva toda la vida dejándole claro a las vecinas que ella a su marido lo ama igual que a sus hijos, y las señoras se escandalizan en los rellanos.

Mi abuela se mete en el agua agarrada a un espegueti hinchable y surca la piscina que da gusto. Se emociona con las coplas, idolatra a Juan Y Medio, riega el porche a manguerazo limpio y le hace promesas a Fray Leopoldo. Le gusta vernos comer sin ella probar bocado. La Francis es  apretá suya,  leona. Catedrática sin libros, académica sin pelos en la lengua, sagrada emperatriz de la Cruz de Humilladero. La Francis es más feminista que Simone de Beauvoir, joder, y ustedes me darán la razón: ella escribe textos fundacionales sólo existiendo.

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