No son personas, son milagros
Han pasado más de veinte años, pero nunca olvidaré ese terror. Los amigos pasaron por mi lado corriendo cómo exhalaciones. El pánico es un mensaje animal que se respira. Te habla. Miré hacia atrás y eché a correr. Un hombre nos perseguía con un enorme cuchillo. Me encontraba en la peor situación posible. Era la última. Posible primera presa. Mientras corres por tu vida, piensas mucho. Son ideas fugaces pero precisas, como trozos de un puzzle de cristal. Vuelan por la mente sin palabras. Esas las pones después: “Corre” “Debo correr más que él” “hay que llegar a esa puerta” “¡Corre!” “Ahí está, sigue abierta…”
Han pasado más de veinte años, pero nunca olvidaré ese terror. Los amigos pasaron por mi lado corriendo cómo exhalaciones. El pánico es un mensaje animal que se respira. Te habla. Miré hacia atrás y eché a correr. Un hombre nos perseguía con un enorme cuchillo. Me encontraba en la peor situación posible. Era la última. Posible primera presa. Mientras corres por tu vida, piensas mucho. Son ideas fugaces pero precisas, como trozos de un puzzle de cristal. Vuelan por la mente sin palabras. Esas las pones después: “Corre” “Debo correr más que él” “hay que llegar a esa puerta” “¡Corre!” “Ahí está, sigue abierta…”
Sientes su odio a punto de alcanzarte. Has visto el cuchillo. El pavor sigue en el aire. Los gritos de los demás forman un túnel. “La puerta, esa puerta”. No dejas de mirar la puerta. Esa puerta abierta es el resto de tu vida. No vuelves la cabeza. Tampoco tropiezas, como esas chicas indefensas de las películas de terror. Corres fenomenal. Vuelas y saltas obstáculos y piensas con precisión sin palabras y sigues corriendo. La adrenalina te inunda. Delante de mi corre Noemí, que cruza el umbral. “Si llego a la calle, me salvo”. Pero Noemí sale, me mira, alarga su mano, agarra la puerta y la cierra. Me deja encerrada con el tarado del cuchillo.
Miro las noticias. Desde el sábado no puedo dejar de mirarlas. Todos estamos horrorizados desde distintos puntos de vista. El mío está en aquel momento, hace más de veinte años. El instinto es individualista. La adrenalina y el pánico nos desnudan. Nos convierten en pura esencia: vida que corre. Veo gente correr por su vida en las noticias. Tres locos armados con cuchillos asesinan personas, hijos, hermanos, a su paso. Mi emoción se detiene en un camarero español que no siguió ese instinto, dominó su pavor, sujetó una puerta para dar refugio y no echó a correr como manda la adrenalina. Pienso en los reposteros rumanos, que abrieron el cierre de su tienda para dar cobijo y salieron con palos, y sobre todo, me toca de cerca la reacción del español Ignacio Echeverría, que pudiendo escapar en su bicicleta, se paró para ayudar a una mujer, incapaz de pasar de largo ante la barbarie.
Tengo medio cuerpo en el suelo. El vagabundo me arrastra del pelo, con el cuchillo en mi cara. Yo solo puedo gritar. Grito. Grito como nunca he gritado. No hay escapatoria. Entonces, uno de esos amigos que habían salido por piernas se envalentona y vuelve a ayudarme. Le grita: “suéltela o llamo a la policía”. El vagabundo le mira, me mira y en vez de acuchillarme, dice: “Vete”.
Es fácil perder la empatía, el contexto, la amistad, en un momento de terror. De hecho, es humano. Por eso, estas personas que reaccionaron al revés y se interpusieron, dieron refugio, no cerraron sus puertas, buscaron palos, ayudaron… no son personas, son milagros.