Cataluña y el principio de legalidad
El surgimiento de los estados modernos estuvo condicionado por una premisa anterior y necesaria: un principio de legalidad preexistente, un conjunto de normas percibidas como justas y aplicadas de forma igualitaria que obligaban tanto a los gobernantes como a los súbditos. Como ha explicado Fukuyama, el principio de legalidad establece que “el gobernante no es soberano; la ley es soberana”. O, como afirmó Hayek: “La ley es anterior a la legislación”.
El surgimiento de los estados modernos estuvo condicionado por una premisa anterior y necesaria: un principio de legalidad preexistente, un conjunto de normas percibidas como justas y aplicadas de forma igualitaria que obligaban tanto a los gobernantes como a los súbditos. Como ha explicado Fukuyama, el principio de legalidad establece que “el gobernante no es soberano; la ley es soberana”. O, como afirmó Hayek: “La ley es anterior a la legislación”.
Su aparición tiene lugar en Europa occidental hacia el siglo XII y su origen tiene mucho que ver con la Iglesia católica, aunque Bloch vincula el contractualismo a la institución feudal incluso anterior. La fe católica constituía una fuente de legitimidad y obediencia externa a los reyes y separada de la política: era algo así como una ley que recordaba a los gobernantes que no eran la última autoridad. Esta separación de las esferas espiritual y política no siempre operó, sino que fue el resultado de un proceso largo y salpicado de fechas memorables, del concordato de Worms a la paz de Westfalia.
El principio de legalidad no aparece en la China antigua, donde las autoridades religiosas siempre estuvieron supeditadas al poder político; tampoco en India, donde la institución brahmánica nunca constituyó un ente religioso separado del poder político; y no tuvo lugar en el mundo musulmán, dominado ora por el despotismo oriental, ora por el tribalismo.
Pero tampoco la Iglesia oriental de Bizancio manifestó la clara vocación de emancipación del poder imperial que caracterizó al papado de Gregorio VII, y que, en última instancia, sentaría las bases para la construcción de una institución religiosa moderna, esto es: jerárquica, burocrática y regulada.
Es, por tanto, en Europa occidental donde hemos de rastrear el origen del principio de legalidad que más tarde permitirá la evolución hacia los estados modernos. Hoy, nueve siglos después, las élites de una pequeña región de Europa occidental han decidido abolir el principio de legalidad en aras de culminar un proyecto nacional secesionista. En el fondo, de lo único de lo que se trata es de un conjunto de líderes políticos que se ha declarado en rebeldía contra el principio moderno que constituye el imperio de la ley, a fin de poder hacer y deshacer sin cortapisas, y sin sometimiento a los tribunales de justicia.
Se han proclamado soberanos por encima de las leyes y se han creído la fuente última de todas las legitimidades. Son, al mismo tiempo, la autoridad religiosa que ha de guiar al pueblo hacia su libertad, y la autoridad política que habrá de gobernarlo, en una simbiosis posmoderna para un cesaropapismo viejo. La buena noticia es que los habitantes de Cataluña ya no son súbditos, sino ciudadanos. Cuando pase la pantomima del 1-O y puedan votar en unas elecciones democráticas, habrán de decidir entre su carta de ciudadanía y todo lo que queda fuera del principio de legalidad. A saber: corrupción con carta de naturaleza, arbitrariedad y tribalismo.