Turismofobia
Recién salida de la ceca, turismofobia es ya la palabra del verano. Querría acertar a decir algo sobre el asunto y advierto de entrada un sesgo perturbador: yo adoro a los guiris, esa nación itinerante que orea naciones, ciudades y pueblos. Lo que arruinan o afean es seguramente menos de lo que resucitan o conservan y aunque no son mejores ni peores que nosotros, nos recuerdan que no somos tan malos y lo mucho bueno que tenemos: gran clima y bellos paisajes, pero también alta cultura y gastronomía, servicios de calidad, calles seguras y carácter acogedor.
Recién salida de la ceca, turismofobia es ya la palabra del verano. Querría acertar a decir algo sobre el asunto y advierto de entrada un sesgo perturbador: yo adoro a los guiris, esa nación itinerante que orea naciones, ciudades y pueblos. Lo que arruinan o afean es seguramente menos de lo que resucitan o conservan y aunque no son mejores ni peores que nosotros, nos recuerdan que no somos tan malos y lo mucho bueno que tenemos: gran clima y bellos paisajes, pero también alta cultura y gastronomía, servicios de calidad, calles seguras y carácter acogedor. Además de ser ya la primera industria española, no se debe desdeñar el efecto benéfico que el turismo ha tenido en nuestra mortificada autoestima, desde aquel primer viento fresco que entró por el boquete abierto en plena dictadura por unas suecas. Por mucho sol y playa que se tenga, 80 millones de personas al año no visitan un país que no sea afortunado en más de un sentido.
Pero hoy toca encararse con el aspecto menos amable del fenómeno, que una xenofilia ingenua haría mal en minimizar. Si la convivencia entre turista y residente ha podido ser hasta ahora cordial y provechosa, es porque, en cierto modo, uno y otro vivían en ciudades distintas. La ciudad real y la turística se solapaban en algunos puntos, pero los respectivos ámbitos de influencia estaban claros: el hotel y el monumento, de un lado, el barrio y los pisos, de otro, con un amplio lugar de encuentro en la playa. La posibilidad abierta por la economía digital de que cualquier vivienda se convierta en alojamiento turístico lo cambia todo. Al contraer el menos lucrativo mercado de alquiler residencial, los locales se ven obligados a pagar rentas astronómicas por vivir en su ciudad o a marcharse a una periferia cada vez más lejana. Se quedan, literalmente, sin espacio.
Así las cosas no es difícil comprender el malestar de los afectados ni tampoco la necesidad de regular el mercado de forma que se restaure un cierto equilibrio. No es sencillo conciliar la libertad económica de los propietarios con la función social que, según nuestra Constitución, debe tener la propiedad, pero hay fórmulas sensatas para hacerlo que ya están poniendo en práctica algunas ciudades. Sin olvidar que esta polémica es otro avatar más del cuadro general de precarización de la economía, una tendencia de largo alcance que se deja sentir en numerosos debates y cuya solución duradera todavía no se avizora.
Por lo demás, tan sólo una catástrofe ecológica planetaria podría detener el triunfal avance del turista. Entre otras razones, porque el turismo es una consecuencia de la democracia. Desde los lejanos días del granturista inglés, descargando con sus criados y baúles en un palazzo romano, hasta hoy, lo que ha mediado es la gran democratización del mundo. En la medida en la que este proceso sigue en marcha, es previsible que nuevos contingentes de turistas se incorporen a la marea guiri. Y, huelga decirlo, en algún lugar de esa muchedumbre con sombrero mexicano y palo para selfies, felices y despreocupados, también estaremos nosotros.