El ‘síndrome de Arbogast’
La llegada de personajes públicos ambiciosos y resolutivos con aura de gestores con aplomo (sean políticos o empresarios) me traen a la mente al inefable Arbogast, el detective privado de Psicosis. Tras su impetuosa entrada en escena, sobrado y jactancioso, el que creemos que resolverá el difícil caso de la desaparición de Marion y el dinero tarda un cuarto de hora en morir asesinado sin misericordia. De nada le ha servido su media sonrisa sarcástica de hombre duro, experimentado, conocedor de una realidad demasiado dura para los demás y de la que parece querer ponernos a salvo.
La llegada de personajes públicos ambiciosos y resolutivos con aura de gestores con aplomo (sean políticos o empresarios) me traen a la mente al inefable Arbogast, el detective privado de Psicosis. Tras su impetuosa entrada en escena, sobrado y jactancioso, el que creemos que resolverá el difícil caso de la desaparición de Marion y el dinero tarda un cuarto de hora en morir asesinado sin misericordia. De nada le ha servido su media sonrisa sarcástica de hombre duro, experimentado, conocedor de una realidad demasiado dura para los demás y de la que parece querer ponernos a salvo.
Todos (el resto de personajes y los espectadores) caímos bajo el influjo del que nunca pierde una apuesta y siempre sabe dónde pisa y a dónde va. Los Arbogast no son exactamente mesiánicos. Son más parcos y serios, más propensos a un escueto “no preocuparse que ya estoy yo aquí” que a gritar que “el cielo se toma por asalto”. El ‘síndrome de Arbogast’ tampoco es sinónimo de liderazgo, aunque los grandes líderes suelen tener algo de Arbogast.
Emilio Saracho, el efímero y discreto presidente del Banco Popular, que llegó con aires de solución fetén y acabó certificando la quiebra de la entidad poco después, es un buen ejemplo del ‘síndrome de Arbogast’ en el mundo corporativo. No es que su experiencia previa o su valía no fueran admirables, pero pocas veces la complejidad de la realidad se somete a las soluciones simples personificadas en algún gestor público o privado que conoce una fórmula que el resto de la humanidad ignora.
En política son también frecuentes. Macron es un caso raro (por exitoso, de momento) del ‘síndrome de Arbogast’. Pero no es lo más habitual. Tan modernizador se nos parece y se presenta el príncipe heredero saudí que se le conoce por las siglas MBS, acrónimo de Mohamed bin Salman, un nombre más propio de una estrella de hip hop que de rey de Arabia. En sus fotos aparece con el aire de suficiencia de Arbogast en la tienda de la angustiada hermana de la desaparecida Marion en la película de Hitchcock. Es un dirigente algo altivo que aparenta estar seguro de lo que hace, y de lo que proyecta hacer, caso del proyecto de reformas saudí ‘Visión 2030’.
Sin embargo, sus últimas actuaciones se cuentan por fracasos. Las tropas del Reino del Desierto están empantanadas en Yemen, el país ha perdido la batalla por la influencia en Siria frente a Irán, antagonista regional que también le ha doblado la mano en Líbano tras el extraño episodio de la retención de su primer ministro, el suní (y también saudí) Saad Hariri en Riad, rescatado, no tan paradójicamente, por Macron, el Arbogast bueno. El bloqueo de Qatar no funciona y, además, su aliado americano le acaba de poner más difícil su ansiado liderazgo en el mundo musulmán con el reconocimiento de Jerusalén como capital israelí.
MBS parece haber llegado al motel de Norman Bates, aunque aún desconocemos si estamos ante un remake con un final alternativo o si se tratará de un caso agudo del síndrome. Si ese fuera el caso, no olvidemos que a este Arbogast lo hemos contratado nosotros.