Madurez
Dijo Lord Beaconsfield que “la madurez es una lucha y la vejez un lamento” pero yo no puedo estar más en desacuerdo, porque al menos la mía (madurez, todavía) se dibuja más bien con los tonos de la ternura y el asentimiento. Tengo poquitas ganas de luchar.
Dijo Lord Beaconsfield que “la madurez es una lucha y la vejez un lamento” pero yo no puedo estar más en desacuerdo, porque al menos la mía (madurez, todavía) se dibuja más bien con los tonos de la ternura y el asentimiento. Tengo poquitas ganas de luchar. Ya no peleo el café torrefacto y las cartas sin responder, ¿para qué? Y abrazo las cosas de siempre y el cajón con su ropa y defiendo, como Gómez Dávila, “que rutinario sea hoy insulto comprueba nuestra ignorancia en el arte de vivir”.
Me interesan las lámparas bonitas y las mantas de lino, porque ya (casi) no compro ropa. Me aburren los escaparates del Zara y me aburre infinitamente aquel ideal tan imbécil del “molar”; pero lo respeto, mola tú si quieres. Entiendo el cashmere y los platos de cuchara, que abrigan —también el corazón. Y vuelvo al cuello vuelto, a las ciudades de siempre y a la belleza serena de Meryl Streep. Los perfumes caros, los Tondonias viejos y las personas sin dobleces; madurez es dejar un libro a medias (si no te gusta, para qué), intuir que la elegancia es pasar desapercibido y abrazar (siempre) con ganas. Con calor. Madurez es entender que esto no es un ensayo, que no habrá prórroga en tu obra y que la única prisa es el amor. Pero el amor no entiende de prisas.