Rosalía
Retrocedamos 150 años. Se consumía 1868 cuando una ya experimentada Rosalía de Castro vio cómo su castillo de naipes literario, construido con tanto mimo, se venía abajo. Ya había publicado sus célebres Cantares gallegos, obra cumbre del Rexurdimento, colocando el idioma galaico en el imaginario peninsular y adhiriéndose al éxito de otras románticas españolas (o casi españolas) como Gertrudis Gómez de Avellaneda o Cecilia Böhl de Faber. Sin embargo, en este año de 1868, Rosalía ve cómo su vida cambia drásticamente, y es inevitable relacionar este cambio a su condición de mujer. Casi sobra decir que la escritora decimonónica era vista como una rémora por sus compañeros de profesión, una intrusa en el mundo cipotudo, un estorbo para las poltronas académicas. A esto había que añadirle dos nuevos naipes al castillo. Primero, el nacimiento de su hija Aura; segundo, el estallido de La Gloriosa, revolución que hubo de colocar las posaderas de Manuel Murguía, célebre marido de Rosalía, en la butaca de dirección del Archivo General de Simancas.
Retrocedamos 150 años. Se consumía 1868 cuando una ya experimentada Rosalía de Castro vio cómo su castillo de naipes literario, construido con tanto mimo, se venía abajo. Ya había publicado sus célebres Cantares gallegos, obra cumbre del Rexurdimento, colocando el idioma galaico en el imaginario peninsular y adhiriéndose al éxito de otras románticas españolas (o casi españolas) como Gertrudis Gómez de Avellaneda o Cecilia Böhl de Faber. Sin embargo, en este año de 1868, Rosalía ve cómo su vida cambia drásticamente, y es inevitable relacionar este cambio a su condición de mujer. Casi sobra decir que la escritora decimonónica era vista como una rémora por sus compañeros de profesión, una intrusa en el mundo cipotudo, un estorbo para las poltronas académicas. A esto había que añadirle dos nuevos naipes al castillo. Primero, el nacimiento de su hija Aura; segundo, el estallido de La Gloriosa, revolución que hubo de colocar las posaderas de Manuel Murguía, célebre marido de Rosalía, en la butaca de dirección del Archivo General de Simancas.
Se cumplen 150 años desde que el mundo interior de Rosalía estallase, haciéndole creer al mundo exterior que su faceta literaria se había terminado. Con su marido inmerso en un empleo de tanto prestigio, Rosalía se veía abocada a dedicar todo su tiempo a los hijos y, lo que es peor, a abandonar su adorada Galicia y su Madrid tan socorrido. Allí, en Simancas, ciudad vallisoletana de castellanía profunda, inmersa en el ruralismo semianalfabeto del XIX interior, con el frío y la sequedad clásicos de la meseta arreciando, Rosalía parece ahogarse. En este «desierto», como llamó ella al páramo castellano, aparecen la melancolía, el pesimismo, la morriña y el recuerdo. A estos problemas derivados de su condición de fémina había que añadirle su frágil estado de salud, que le acompañaba a todas partes pero que se acentuaba ante un contexto tan oscuro para ella.
Rosalía se veía abocada a la oscuridad de su casa en la oscuridad de un lugar remoto. Pero ¿cómo habría de terminar esta historia? La poeta se sobrepuso al contexto para terminar plasmando toda esta melancolía en un nuevo poemario, las míticas Follas novas, que añaden a la calidad poética de sus cantares el pesimismo, la tristeza del hogar arrebatado, el miedo a una enfermedad permanente. Rosalía había cincelado, desde una situación tan sombría, el Romanticismo más alto de toda la literatura peninsular. Y lo que es más importante: demostraba que la mujer también siente, padece, llora, recuerda, cree, añora, soporta, resiste. Espíritus como el de Rosalía suponen un antes y un después para la lucha feminista por lo que tuvieron de auténticos, de reales. Su discurso no tenía nada de paradigmático, de utópico. Rosalía constató una realidad, dejando patente el derecho de la mujer a expresar sus sentimientos con tanta o mayor claridad que el hombre. El oficio de escritora (nótese el género femenino) ya nunca volvió a ser el mismo.
E non paréi de chorar
nunca, hastra que de Castela
houbéronme de levar.
Leváronme para nela
non me teren que enterrar.