Alberti y un culo
Me importa un rábano, la verdad, si la anécdota de Alberti es cierta o no. Que diese más importancia a una redondez que a mi amigo es algo intrascendente. Me quedo con Marinero en tierra. Casi oía las olas, recuerdo, mientras leía. Olía la sal, llegué a mojarme. Lo mejor es que ese libro se me clavó muy dentro.
Cuando uno es un poeta muy joven endiosa a los otros poetas, los consagrados, es algo natural. Recuerdo que una tarde pretérita, en casa de un amigo que escuchaba didácticamente mis por aquel entonces mejorables poemas, me contó la decepción que sintió tras conocer a Rafael Alberti. Malhumorado, refirió que Alberti, tras un coloquio, no lo atendió debidamente porque estaba entretenido en el estudio de un culo femenino que pasaba por allí, y que aquello de que alguien como Alberti mirase culos en lugar de atender a un lector fue un jarro de agua fría.
Yo no daba crédito. Así que Alberti mira culos, pensé. Así que Alberti, sospeché, eructa y tiene mocos en invierno y acaso se tira pedos. ¿Neruda también? ¿Es posible que Neruda se rascara el escroto durante la composición de uno de sus poemas amorosos? ¿Podría ser que a Bécquer le oliesen los pies o que, tirando del hilo romántico, Rosalía de Castro sufriera halitosis? Los idealizaba, digo, a los poetas consagrados. Los imaginaba exentos de las cualidades humanas más básicas. Intachables en el plano ético y dueños de elevadas virtudes. ¡Eran dioses!
Hoy, caídos del pedestal, me sonroja aquella mi candidez. Qué diferencia con el ahora. Hoy disculpo la misoginia de Schopenhauer, me sonrío imaginando lo insoportable que sería la vida al lado de una mujer como Woolf, tan apesadumbrada. Quiero decir que el hecho de que el don exceda a su portador es algo reconfortante. Como los apóstoles de los que habla Pablo de Tarso, otro con muy malas pulgas, somos vasijas de arcilla. Que el artista sea un hombre y una mujer de su tiempo más o menos ético o más o menos sinvergüenza, normalmente más que menos, es algo que me importa un bledo.
Y es más: es algo que me fascina. Lo milagroso es que un antisemita como Céline escribiera Viaje al fin de la noche. Escandalizarse es, además de sectario, una reacción de bobos y de cerebros miopes. Como dijo un hebreo errante, que lance la piedra el primero que esté libre de pecado.
Me importa un rábano, la verdad, si la anécdota de Alberti es cierta o no. Que diese más importancia a una redondez que a mi amigo es algo intrascendente. Me quedo con Marinero en tierra. Casi oía las olas, recuerdo, mientras leía. Olía la sal, llegué a mojarme. Lo mejor es que ese libro se me clavó muy dentro. Alberti, como todos, fue un pobre hombre que vivió como pudo e hico lo que pudo y pecó como pudo. Los dioses mejores son los que asumen la carnalidad y el espectáculo humano, lleno de luces y de sombras.
Lo mejor de las grandes obras es la paradoja, la distancia que las separa de la menudencia de quien las perpetra. Nuestra completa imbecilidad es la garantía del misterio, una revelación en toda regla: cuando escribo, cuando pinto, cuando esculpo o compongo música soy una porción minúscula de mí. Digamos que desaparezco. Eso es lo mejor, lo que distingue una obra grande de una mediocre: que el autor desaparece para dejar paso al hacha de la que habló Kafka, otro desgraciado.