THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

A quienes pudiéramos incurrir en la debilidad de aborrecer

Ser occidental es ser mestizo. Llevamos en nuestras cabezas el cóctel de dos mundos que ningún sabio de hace dos mil años hubiera podido imaginar que acabaran mezclados. Por un lado, la cultura grecorromana, con sus dioses hermosos, sus generales triunfantes, sus argucias argumentativas en la academia y en el foro, sus esclavos. Por otro lado, el pueblo de los judíos, con su Dios sin forma, siempre derrotados por el último imperio en boga, hechos a la vida del desierto a través del que, cuentan, una vez escaparon de algún faraón.

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A quienes pudiéramos incurrir en la debilidad de aborrecer

Ser occidental es ser mestizo. Llevamos en nuestras cabezas el cóctel de dos mundos que ningún sabio de hace dos mil años hubiera podido imaginar que acabaran mezclados. Por un lado, la cultura grecorromana, con sus dioses hermosos, sus generales triunfantes, sus argucias argumentativas en la academia y en el foro, sus esclavos. Por otro lado, el pueblo de los judíos, con su Dios sin forma, siempre derrotados por el último imperio en boga, hechos a la vida del desierto a través del que, cuentan, una vez escaparon de algún faraón.

Los griegos habían extendido sus ideas por todo el Mediterráneo; los romanos, su poder. Los judíos resistían a duras penas en un reducto poco mayor de lo que hoy puede ser Teruel. Griegos y romanos estaban abiertos a nuevas ideas, siempre que no cuestionaran el poder constituido; los judíos desconfiaban tanto del mando, que incluso en sus tiempos más brillantes solo con recelo aceptaron elevar entre ellos mismos a un rey.

Al forastero que arribaba a una ciudad griega muchos le inquirían por sus dioses y sus creencias, seguros como estaban de que nada iba a cambiar sus vidas en lo fundamental. A un extranjero, de nombre Poncio Pilato, que llegó a Judea hacia el año 26 y puso su propia efigie y la del emperador en la fachada de su cuartel, le montaron la primera revuelta de seis mil hombres, y hubo de retirarlas apresurado. Teruel existe, pero Judea también.

¿Cómo pudieron jamás fusionarse dos mentalidades tan diferentes? Quizá estemos más cerca de entenderlo si nos fijamos en el personaje más influyente de cada uno de esos dos mundos: Sócrates el griego y Jesús el judío. Aunque la distancia entre ambos persiste, enseguida afloran las semejanzas.

Tanto el uno como el otro se hicieron relativamente famosos por cómo hablaban. Tanto el griego como el judío se resistieron sin embargo a escribir ni una sola línea: Sócrates, probablemente, porque sabía que nada sustituye el tráfago de una buena discusión verbal; Jesús, quizá, porque sabía que más allá de cualesquier letras estaba el espíritu con que las podamos interpretar.

Como dignos mediterráneos, a ambos les gustaba comer bien: Platón quiso que su obra más hermosa en que aparece Sócrates llevara por título “El banquete”, Symposion en griego, aunque ahora sea sinónimo de mesas aburridas en que se perora mucho, se come nada y solo se bebe agua mineral. Jesús frecuentaba tanto las comidas sociales que sus enemigos le tildaban de “glotón”; y fue sentado a la mesa, incluida la última que disfrutó, donde transmitió algunos de sus mensajes más importantes.

En torno a la mesa no solo se come, sino que se bebe, y de nuevo ahí comparten copa Sócrates y Jesús: del primero se narraba que era capaz de gustar del vino toda una noche y luego volver a sus tareas diurnas como si tal cosa; del segundo, sus murmuradores, siempre tan preocupados por su dieta, también destacaron que amaba el fruto de la vid en demasía para lo que ellos consideraban santo y penitencial.

Ambos tuvieron discípulos, algunos de ellos brillantes, tanto en su primera como en su segunda generación (Platón, Aristóteles, Pablo). Ambos resultaban tan atractivos para los sabios del momento como incómodos. Ambos eran difíciles de atrapar en una discusión: Sócrates se revolvía en medio de su ironía, divertido; mientras que, cuando a Jesús le plantearon preguntas sin aparente salida (“¿apoyas el pago de impuestos, y eres entonces un traidor, o no, y eres un rebelde?”), se supo escurrir (“dadle al César lo que es del César; ese dinero, con la imagen del tirano, no os debería ni siquiera importar, ¿no?”).

Ambos murieron con el beneplácito de la plebe (la de Sócrates, además, democrática y que todo lo quería votar). Ninguno de los dos fue pacifista (Sócrates ejerció de joven como hoplita; Jesús trató con pocos miramientos a los mercaderes del templo). Ninguno hizo el más mínimo esfuerzo por atrapar algo de poder o de prestigio o de buena fama; o al menos por caer bien.

Y, con todo lo dicho, quizá el vínculo más íntimo entre Sócrates y Jesús, entre Grecia y Judea, padres y madres de Occidente, no nos lo dé ninguna de estas semejanzas. Quizá el vínculo solo se atrape si nos preguntamos por la vida humana. Por su maldad y por la imbecilidad. Por cómo contemplarlas. Ahí es donde, curiosamente, Sócrates, el que solo hacía preguntas con Ironía, y Jesús, el que hablaba en parábolas sobre la Compasión, resultan bien cristalinos. Lo vio Anatole France, él mismo poco cristiano y no muy socrático, pero, al cabo, occidental:

“Cuanto más medito sobre la vida humana, más convencido estoy de que merece que le demos como jueces y testigos la Ironía y la Compasión. La Ironía y la Compasión son dos buenas consejeras: una, sonriendo, nos hace la vida amable; la otra, llorando, nos la hace sagrada. La Ironía que invoco no tiene nada de cruel. No se mofa ni del amor ni de la belleza. Es dulce y bondadosa. Su risa calma la cólera, y nos enseña a mofarnos de los malos y de los imbéciles, a quienes sin ella pudiéramos incurrir en la debilidad de aborrecer”.

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