THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Se está volviendo Occidente inconscientemente budista?

Es difícil hacer predicciones; especialmente sobre el futuro, como afirmara un viejo chiste danés. Pero quizá figura esta entre las menos complicadas: según pase el tiempo, nuestros conocimientos científicos serán cada vez más amplios y nuestras capacidades tecnológicas mayores. También parece que el nivel educativo de la humanidad sigue y seguirá aumentando (desde el porcentaje de alfabetizados al de universitarios).

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¿Se está volviendo Occidente inconscientemente budista?

Es difícil hacer predicciones; especialmente sobre el futuro, como afirmara un viejo chiste danés. Pero quizá figura esta entre las menos complicadas: según pase el tiempo, nuestros conocimientos científicos serán cada vez más amplios y nuestras capacidades tecnológicas mayores. También parece que el nivel educativo de la humanidad sigue y seguirá aumentando (desde el porcentaje de alfabetizados al de universitarios). Si esto es así, resulta comprensible la predicción, que también dan por supuesta muchos, de que el número de creyentes religiosos vaya a ir descendiendo en los próximos lustros: ¿no es, al cabo (coligen los que así razonan), la religión un mero subproducto de la ignorancia? Pues entonces lo razonable será que a medida que esta disminuya la religiosidad igual haga.

No obstante, pocos expertos comparten ese tópico. De hecho, los mejores estudios demográficos señalan justo en dirección contraria. Por ejemplo, el informe The Future of World Religions, elaborado por el Pew Research Center en 2015, prevé que en las próximas cuatro décadas el porcentaje de humanos no adscritos a ninguna religión descienda más de tres puntos: desde el 16,4 % de 2010 al 13,2 % que se calcula para 2050. No solo eso, sino que será frecuente que las diversas religiones aumenten tanto en número de creyentes como en el porcentaje que estos representarán sobre el total de la humanidad. Así, los cristianos aumentarán en 750 millones (si bien su porcentaje se mantendrá estable, en torno al 31,4 %). Los musulmanes sumarán casi 1.200 millones de nuevos fieles (pasando de ser el 23,2 al 29,7 % de la población mundial). Hindúes y judíos no verán incrementarse su porcentaje, pero sí sus miembros.

Algo similar ocurre con el resto de grandes grupos religiosos, salvo uno solo, para el que curiosamente se espera un descenso tanto en términos absolutos como relativos. Se trata del budismo: según el Pew Research Center, pasará del 7,1 al 5,2 % de los habitantes de la Tierra. Y, aunque la población de esta aumentará en más de 2.400 millones de personas, se prevé que el total de budistas incluso disminuya algún que otro millón.

Este descenso se deberá sobre todo a que los budistas poseen la fertilidad más baja de las religiones estudiadas (solo 1,6 hijos por mujer, frente a los 3,1 del islam o los 2,7 de las cristianas). Por ello será perceptible sobre todo en Oriente. Dentro de Europa y Norteamérica, en cambio, es probable que asciendan tanto el número como el porcentaje de budistas que conviven con nosotros, como resultado de algunas conversiones y, sobre todo, de la inmigración.

No es sin embargo en este sentido en el que el título de este artículo se plantea si Occidente se estará volviendo budista. Sus cómputos reales seguirán siendo pequeños: unos dos millones y medio en toda Europa para el año 2050, y apenas un 1,4 % de los estadounidenses para esa misma fecha. La reflexión que proponemos aquí no atañe a sus números, sino a ciertos elementos de su mentalidad. ¿No es perceptible que ciertas características típicas del mundo budista resultan cada vez más pujantes entre nosotros?

Reconozco que la primera vez que me vino esta idea a la cabeza fue durante una clase. Y no porque el profesor la enunciara (de hecho, el despistado docente era yo), sino porque varios estudiantes me la sugirieron. Se trataba de un curso sobre Historia de las religiones que tuve la fortuna de impartir a alumnos de la tercera edad de dos medinas castellanas: Medina del Campo y Medina de Rioseco. Tras abordar sumariamente los principios del budismo, y pedirles luego su opinión, me llamó la atención que muchos calificaran las cosas que enseñó Buda hace 2.400 años como bien “modernas”. “Oh, eso cuadra mucho con cómo piensa ahora la juventud”.

¿A qué se referían? Desde luego, no parece que en nuestra sociedad predomine la paz interior que Siddharta Gautama predicara de uno a otro lado de la India. España ha triplicado en diez años su consumo de antidepresivos, alcanzando niveles (de entre un 6 y un 13 % de población medicada) frecuentes en el resto de países occidentales. Tampoco parece que haya disminuido nuestro nivel de estrés; y las tasas de población que practica la meditación, aunque en aumento, no son ni mucho menos mayoritarias.

Otra enseñanza central del budismo, que no nos creamos que vamos a alcanzar la felicidad a costa de satisfacer nuestros deseos, tampoco parece que case bien con el esplendor consumista que nos asedia. En cuanto a la idea del Nirvana, para la mayoría se trata solo del nombre de un grupo un tanto desarrapado de los años 90, y son pocos los que lo identifican con su principal objetivo vital.

¿En qué sentido cabe decir entonces que Occidente se está acercando un tanto al budismo? Creo que podemos empezar a desentrañar esta cuestión con solo comparar el modo en que el arte ha venido representando a Buda y la forma en que lo ha hecho con la figura más característica de la cultura cristiana: la crucifixión. Buda aparece en pinturas y esculturas de modo siempre apacible, levemente sonriente, a menudo sentado o incluso acostado, ajeno a la más leve perturbación. En China se le suele representar además bastante entrado en carnes, pues su cultura identifica la gordura con la felicidad. La cristiandad, por el contrario, ha escogido como su imagen emblemática un antiguo instrumento de tortura, la cruz, y abunda en nuestra cultura la representación de Cristo crucificado en medio del más lacerante dolor.

Estos dos modos opuestos de representar lo más sagrado apunta a una diferencia importantísima entre la civilización budista y la cristiana (por mucho que también existan similitudes entre ambas religiones). Para un budista, el sufrimiento es siempre un error; es siempre algo negativo que debe eliminarse, pues responde solo a nuestra ignorancia sobre cómo es de veras el mundo. De hecho, a Siddharta se le llama el Buda (es decir, el “despertado”) por ser el primero que captó que sufrir es solo una pesadilla de la que saldremos cuando, como al escapar de un sueño, captemos de veras la realidad. Quien sufre es cual niño que pena por cosas que en realidad no deberían atribularle; la marca de la persona espiritualmente madura es ser inmune a todo padecer.

Esta idea es completamente ajena al cristianismo: pues, entre otras cosas, su figura más importante, a la que considera incluso divina, sí que sufrió, sin que ello rebajara su grandeza un ápice. Todo lo contrario. El extremo dolor de Jesús en la cruz (y de María, o sus discípulos, al verle morir humillado) no es un error o un traspiés, sino el centro del mensaje cristiano: Dios mismo es capaz de padecer por los hombres; el sufrimiento (aunque no tiene la última palabra: tras él llega la resurrección) es real y necesario. La vida ideal para un cristiano no es como la del budista: ajena a toda aflicción. La vida ideal para el cristiano contiene dolor: pero un dolor, como las cenizas amorosas del poema de Quevedo, con sentido.

Dicho de otro modo: hay dos estrategias para enfrentarse a esa cosa tan terrible que son nuestras angustias. Una, la budista, persigue suprimirlas. Otra, la cristiana, aspira a darles sentido y, con ello, hacerles perder su peor poder: el de sumirnos en la desesperación.

¿Cuál de esas dos estrategias caracteriza a nuestro mundo moderno? Sin duda, los avances científicos y tecnológicos de que hablábamos al inicio han ido en la línea de ahorrarnos sufrires y otorgarnos placeres; pocas veces, empero, las frías ecuaciones de la ciencia nos han ayudado a darle un porqué a nuestra existencia. Más y más gente considera que “ser buena persona” equivale simplemente a eliminar el malestar del mundo y aumentar su bienestar. El auge del animalismo, por su parte, responde a la ambición de extender ese combate contra el dolor incluso hasta los animales. Todo lo que nos recuerde que se sufre (los enfermos, los moribundos, los ya muertos) se aparta de nuestra vista en asilos, hospitales y lejanos cementerios. Se alaba la juventud porque parece que siendo joven nunca se morirá. Al dolor no hay que darle sentido: el dolor simplemente se debe eliminar.

Toda esa huida del sufrimiento no es más que un budismo degradado, claro está: Buda mismo nos animaría a ser muy conscientes de que hay muerte y padecimientos a nuestro derredor. Pero el Occidente actual parece que comparte con la mentalidad budista el deseo de dejar atrás cualquier cosa que implique cualquier desazón. En vez de tratar de darle sentido a esta. Que es lo mismo que dar sentido a lo que llamamos vivir.

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