Cénit del sesgo
Durante los últimos años, los comentaristas más sofisticados de la esfera pública española se han familiarizado con la literatura científica sobre los déficits de la racionalidad individual: han aprendido que los sesgos ideológicos o afectivos se interponen en el camino de la deliberación racional.
Durante los últimos años, los comentaristas más sofisticados de la esfera pública española se han familiarizado con la literatura científica sobre los déficits de la racionalidad individual: han aprendido que los sesgos ideológicos o afectivos se interponen en el camino de la deliberación racional. Se trata de una circunstancia que las redes sociales permiten observar en directo: no abundan en ellas las comunidades de hablantes empeñados en buscar imparcialmente eso que la teoría habermasiana llama «fuerza del mejor argumento». Nos hemos acostumbrado a hablar de tribalismo moral, de afectos políticos, de sesgos de confirmación. Ha ido así cobrando forma un público democrático autoconsciente, capaz de desempeñarse reflexivamente en el debate público. No la totalidad del público democrático, claro, sino una pequeña parte del mismo: algo así como un metapúblico capaz de identificar, siquiera sea a posteriori, las distorsiones del ideal deliberativo. O eso creíamos.
Ocurre que las reacciones suscitadas por la moción relámpago de Pedro Sánchez nos han permitido comprobar qué difícil es que ese noble ideal se realice en la esfera pública realmente existente. A salvo de algunas excepciones, los argumentos de cada participante han podido anticiparse en función de su adscripción ideológica o interés partidista. Si unos han elogiado los mecanismos de la democracia parlamentaria sin prestar atención a sus rasgos presidencialistas, otros han criticado un mecanismo previsto en la misma constitución que venían defendiendo fervorosamente. No ha faltado quien, tras haber acusado a Rajoy de «neofranquista» durante sus años en el poder, ha afeado a Rivera su lamentable alusión a la necesidad de «recuperar la democracia». Y todos, sin excepción, han presentado sus intereses particulares bajo el disfraz de los intereses generales, destacando aquel aspecto de la crisis que más le conviniera: convocar elecciones fue un imperativo democrático hasta que dejó de serlo, entenderse con el PNV una afrenta a España según quién lo haga, la corrupción propia disculpable y la ajena intolerable. De manera que el debate ha oscilado entre el sesgo y el «zasca»: como si nada hubiéramos aprendido de la psicología política y la teoría de las emociones.
Acaso sea inevitable. Los hechos políticos son susceptibles de distintas interpretaciones y esa interpretación dependerá, en buena medida, de la inversión afectiva que cada uno haya hecho en una ideología o formación política. Ya nos enseñó Gadamer que el prejuicio es un elemento inerradicable del juicio: es aquello que pensamos antes de pensar otra vez. Naturalmente, es mejor ser consciente de eso que ignorarlo: facilita que uno se haga cargo de sus propios sesgos e inclinaciones emocionales. Pero allí donde tiene lugar una contienda política organizada alrededor de distintas marcas partidistas o tribus morales, incluso el más reflexivo de los observadores tiene que hacer un esfuerzo por no dejarse llevar. Entre otras cosas, porque la interpretación de los hechos es política en sí misma y, por tanto, conflictiva: el mejor argumento suele ser el argumento que refuerza mi posición, aunque yo mismo no me percate de que lo estoy defendiendo por eso.
No hay ninguna salida «objetiva» a este laberinto intersubjetivo, más allá del esfuerzo de cada participante por deliberar con los demás de la forma más honesta e imparcial posible. Pero mientras ese improbable ideal se hace realidad, tenemos reglas. El respeto a las mismas, que sí puede evaluarse objetivamente, es condición necesaria de la democracia. De momento, esas reglas han sido respetadas: parece poco, pero es mucho. Sigamos hablando.