Frontera, refugio
Toda nuestra política migratoria se alza sobre una cuestionable discriminación: la que establece que, al llegar a la frontera, merece un trato legal distinto el que huye de la guerra que el que huye de la pobreza. Al primero lo llamaremos refugiado, y le daremos facilidades para quedarse si acredita la falta de libertad en su país. Al segundo lo llamaremos inmigrante irregular, y tan pronto se le identifique, será expulsado.
Toda nuestra política migratoria se alza sobre una cuestionable discriminación: la que establece que, al llegar a la frontera, merece un trato legal distinto el que huye de la guerra que el que huye de la pobreza. Al primero lo llamaremos refugiado, y le daremos facilidades para quedarse si acredita la falta de libertad en su país. Al segundo lo llamaremos inmigrante irregular, y tan pronto se le identifique, será expulsado.
Discriminación cuestionable, aunque quizá no enteramente arbitraria. Al fin y al cabo, la pobreza admite grados e incluso cuando es miseria podemos juzgarla marginalmente mejor que el sufrimiento infligido por una violencia actuante y física. Sin embargo, la conciencia no se aquieta cuando diferenciamos entre aquellas vidas que corren peligro y aquellas vidas que no tienen futuro. El corazón sabe que ambas merecerían una segunda oportunidad. Porque, en el fondo, no hay ningún motivo para prohibir a nadie viajar por el mundo en busca de bienestar, para sí o su familia. Ninguno, esto es, que no tenga que ver con nuestra conveniencia particular. Es decir, con la odiosa pero acaso irrebasable oposición que separa al ciudadano del extranjero. Y no hay alma bella, por pura que se crea, dispuesta o preparada para abolir esa frontera hasta sus últimas consecuencias.
La decisión de acoger a las seiscientas almas que transportaba el barco Aquarius es correcta: evita una tragedia y espolea un debate necesario que podría traer mejoras en la política migratoria de la Unión Europea (una política mucho más compasiva de lo que sus críticos pregonan). Como toda buena acción que se exhibe en público, incorpora un suplemento de hipocresía y narcisismo moral bastante molesto, pero eso es lo de menos. Es cierto que la mayoría de pasajeros de la nave atracada en Valencia no obtendrán estatus de refugiado: serán expulsados o franquearán la frontera de otro estado europeo. Su destino no será distinto que el de los miles de inmigrantes que, lejos de los focos y la mirada de los enamorados de su propia munificencia, dejan que el viento arrastre su patera a orillas de España en aguas del estrecho. Nosotros no podemos hacer mucho más que tratar de impedir que se jueguen la vida, vigilar la frontera –que es condición de refugio– ayudar al desarrollo de sus países, ser hospitalarios con los que se quedaron, combatir el negocio del tráfico de personas, y, el que tenga Dios, rezarle agradecido por ese extraño azar que hace que seamos nosotros los que demos los permisos de residencia.