Transparencia anticapitalista
En los últimos días han tenido protagonismo noticias relacionadas con asuntos fiscales. Por un lado, el Gobierno ha anunciado su intención de aumentar la recaudación subiendo algunos tributos –esencialmente en sociedades vía el control de las deducciones y con la creación de nuevas tasas a las grandes tecnológicas–, y además el presidente Sánchez habló el martes en el Congreso de una nueva ley para prohibir las amnistías fiscales. Todo lo concerniente a los impuestos tiene y tendrá una importancia clave en el rediseño de nuestros anémicos Estados de Bienestar, y en concreto con el futuro de la socialdemocracia y de la democracia cristiana en Europa. No es sólo el centroizquierda el que sufre el declive electoral ante el empuje populista.
En los últimos días han tenido protagonismo noticias relacionadas con asuntos fiscales. Por un lado, el Gobierno ha anunciado su intención de aumentar la recaudación subiendo algunos tributos –esencialmente en sociedades vía el control de las deducciones y con la creación de nuevas tasas a las grandes tecnológicas–, y además el presidente Sánchez habló el martes en el Congreso de una nueva ley para prohibir las amnistías fiscales. Todo lo concerniente a los impuestos tiene y tendrá una importancia clave en el rediseño de nuestros anémicos Estados de Bienestar, y en concreto con el futuro de la socialdemocracia y de la democracia cristiana en Europa. No es sólo el centroizquierda el que sufre el declive electoral ante el empuje populista.
En esta misma semana, dichos anuncios han coincidido con una doble página en prensa en papel en la que heterogéneos personajes públicos defendían que las pensiones estuvieran blindadas constitucionalmente y ligadas al IPC, más allá de cualquier matiz técnico sobre la insostenibilidad de la medida. Puede parecer una asociación caprichosa, pero este y otros reclamos similares remiten a un razonamiento general muy extendido en nuestro tiempo. Ante estreches generalizadas, late de fondo una certidumbre contundente: hay dinero, pero está mal repartido porque no hay voluntad de cambiar la dinámica de retribución de los factores capital y trabajo.
Equivocada o no, dicha certidumbre ha sido potenciada por uno de los mantras que más se han reclamado en los manuales del nuevo capitalismo ético: la transparencia se ha reivindicado en estos años como uno de los peajes ineludibles para la moralización y la legitimación, tanto de empresas como de gobiernos y organismos públicos. Científicos sociales y filósofos como el surcoreano Byung-Chul Han advierten contra el fetiche actual de la transparencia, pues su exigencia no deja de ser un síntoma de falta absoluta de confianza. Pero en general se ha asumido como uno de los elementos indispensables para toda organización que busque el favor de la opinión pública. Sin reputación no hay negocio.
Así, ahora nos enteramos a golpe de clic de cuánto cobra un conferenciante como Obama cuando deja el cargo y recorre el mundo repartiendo mensajes más bien vacuos y generales, o cuánto se embolsan consejeros de grandes empresas por la participación en los escasos consejos de administración que celebran, o cuál es la diferencia entre lo que gana el CEO y el empleado medio de cualquier cotizada. La prensa generalista abre portadas con fichajes multimillonarios y exigencias de aumentos inconcebibles, repartos de dividendos imposibles de ganar para un trabajador medio en varios años de trabajo físico, indemnizaciones estratosféricas de banqueros que se pasan la vida reclamando flexibilidad laboral y contención salarial, o cifras de elusión de impuestos gracias a la ingeniería fiscal realmente escandalosas.
No es que antes no lo sospecháramos, pero la propia dificultad para saberlo con certeza –porque la transparencia no era tan obligada y porque la tecnología no lo facilitaba hasta que llegó la red– no hacían tan intolerable la situación. Es esta percepción de injusticia general y generalizada la que ceba el malestar y el populismo, aunque los que lo propician no se den por aludidos y sean los primeros que proclaman su preocupación por el fenómeno.
La transparencia, lejos de legitimar, es lo que hace insostenible la desigualdad en el reparto de la riqueza. Si no se aborda esta cuestión y seguimos entreteniéndonos con teorías sobre el malestar basadas en cosmovisiones y dicotomías infantiles sobre mundos cerrados malos y economías abiertas buenas, tendremos salvinis y lepenes para rato.