THE OBJECTIVE
Joaquín Jesús Sánchez

Contra la filosofía

Raro es el día en que alguien no se lamenta por la desaparición de la Filosofía. Se coge alguna noticia bochornosa sobre educación –también puede ser de otra cosa– y luego se exclama: «¡Y quieren quitar la Filosofía de los institutos!».

Opinión
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Contra la filosofía

Raro es el día en que alguien no se lamenta por la desaparición de la Filosofía. Se coge alguna noticia bochornosa sobre educación –también puede ser de otra cosa– y luego se exclama: «¡Y quieren quitar la Filosofía de los institutos!».

La mayoría de los defensores de esta asignatura utilizan el argumentito de la «conciencia crítica». Una especie de superpoder mental que, tras haber pasado por dos cursitos en los que te han contado cuatro cosas que lo mismo ni dijo Descartes, te previene de tomaduras de pelo. Distingues las falacias desde lejos, exiges rigor todo el rato y (¡además!) te convierte en buenísima persona. Este argumento se desmonta con facilidad. A día de hoy, casi todo el mundo ha pasado por la dichosa asignatura, y la última vez que lo miré no vivíamos en la república de la razón ni se había impuesto la aristocracia de las almas. (A la filosofía le pasa que cae simpática, como el teatro, el cine o las librerías de barrio, que tienen más valedores que usuarios).

Lo cierto es que la filosofía que se enseña en bachillerato es una caricatura lamentable. Se empieza contando la patraña del mito y el logos y se terminan diciendo unas cosas rarísimas sobre la duda metódica, el cogito, la dialéctica hegeliana y alguna gansada sobre el perspectivismo. Todo ello falso de medio a medio. Entiendo que el plan de estudios puede ser infame y que el temario puede venir impuesto, pero los docentes de esta asignatura han salido de una facultad, donde deberían haber leído algo más que el libro de texto que imparten. ¿No?

Verán: un chimpancé con gafas puede sacarse, sin apenas dificultad, una licenciatura en Filosofía. Incluso uno sin gafas podría hacerlo, si es particularmente astuto. Lo sé de primera mano. No hace falta leer un solo libro para que te den el título. Basta con memorizar dos docenas de apuntes por materia –lamentablemente esto no es una exageración– para que las asignaturas vayan cayendo de una en una.

Cuando alguien se matricula en Filosofía sabe que su futuro laboral no va a ser el recopetín. «Hijo, ¿por qué no estudias otra cosa con más salidas?». En realidad, uno hace un trato: vale, me comerán las pulgas, pero a cambio quiero salir de aquí siendo Sócrates. Es lamentable que las facultades no estén a la altura de este sacrificio. Siquiera de unas mínimas condiciones de higiene intelectual. En cuarto (¿o fue en quinto?) tuve a una profesora que explicaba el capítulo tercero de la Ética a Nicómaco preguntándose por qué Aristóteles no había resuelto unos problemas que, por cierto, estaban resueltos en los capítulos uno y dos. Se ve que empezó por el tercero. Otro, que daba media asignatura con un catedrático que solo sabía decir que tenía muchos sexenios de investigación, dedicaba sus clases a hacer apología de una cosa llamada «filosofía práctica» que es, en resumen, poner a los filósofos a jugar a ser psicólogos. Él, por supuesto, tenía su consultita y su influencia en el colegio filosoficopráctico. En primero, el catedrático de Antropología se dormía en las clases. Otro famoso catedrático de Metafísica nos contó durante nuestro primer año una interpretación del método que, en cuanto le metimos mano al texto en segundo, vimos que era falsa y tendenciosa. Y me temo que podría seguir.

La pervivencia de la asignatura en los institutos, tal como se imparte ahora, solo tiene una razón de ser: ofrecer una salida laboral a los licenciados que se agolpan esperando el puesto mientras ponen cafés, ofrecen ventajosas ofertas de telefonía o despachan hamburguesas. No parece un motivo de interés general. Es, en realidad, una defensa gremial nuestra, que no tenemos trabajo y, además, hemos salido de la carrera más tontos que un adoquín.

Como ven, el problema viene desde arriba. La filosofía ha pretendido, a lo largo de la historia, conocer la realidad, identificar los problemas de cada tiempo y darles solución. No hacer feliz a nadie, no hacerte un pensador crítico; no formar a los activistas del mañana, gente que se lo cuestione todo. Sería fantástico que, en vez de profesores ineptos contándoles a los chavales monsergas mal entendidas sobre Aristóteles, les enseñasen a identificar un problema y a construir bien una argumentación (¿sabrán hacerlo ellos?). Porque esto lo mismo sirve para la existencia de Dios o para saber si una moción de censura es legítima o no. En definitiva, enseñarlos a pensar bien, a entender que no se trata de lo que concluyes («pues en mi opinión»), sino por qué lo concluyes. Pero siendo la asignatura la que es, mejor que se la carguen. Nos honraría, como filósofos (licenciados en), hundir el barco en vez de vender un simulacro. Se supone que los sofistas nos caen mal desde hace mucho tiempo.

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