Por qué a Nietzsche no le gustaba la Navidad
¿Cuánta gente cree en la Navidad? Abordemos esta pregunta no como si nos la planteara Walt Disney, sino en su sentido más filosófico: ¿quiénes creen, de veras, en lo que originariamente esta celebra: que Jesús, Hijo de Dios, se encarnó, que nació de María virgen, etcétera?
¿Cuánta gente cree en la Navidad? Abordemos esta pregunta no como si nos la planteara Walt Disney, sino en su sentido más filosófico: ¿quiénes creen, de veras, en lo que originariamente esta celebra: que Jesús, Hijo de Dios, se encarnó, que nació de María virgen, etcétera?
Cuesta encontrar datos precisos al respecto en nuestro país. Lo más cercano con que me topo es una encuesta de Publiscopio en 2009. Cifraba en 44,4% el porcentaje de españoles que veían a Jesús como el Hijo de Dios; y en 37,2% el de quienes aceptaban que nació de una virgen (dos creencias clave de la Navidad cristiana). Ahora bien, recordemos que esta fe ha descendido un tanto aceleradamente en España durante los últimos nueve años (estamos ya entre los cinco países más irreligiosos de Europa occidental, como expusimos aquí). Por consiguiente, es probable que ese par de ideas apenas lo comparta hoy un tercio de nuestros conciudadanos.
Esta ausencia de fe en la Navidad, naturalmente, no es nueva, y resulta interesante fijarse en quienes no creían en la Navidad hace siglos. 18, por ejemplo. Nos puede enseñar cosas que no esperaríamos sobre los que no creen en la Navidad ahora.
Acudamos hasta el filósofo griego Celso, en concreto. A él le debemos el primer texto sólido en contra del cristianismo, titulado sin excesiva modestia Discurso verdadero. Entre otros muchos reproches a los fieles de la nueva religión (incultos, traidores, sectarios, malos ciudadanos, arrogantes, “enjambre de murciélagos”, “ranas que celebran un simposio alrededor de su pantano”…) Celso dedica un pasaje a la fe en la Navidad. ¿Cómo va a parir al hijo de un dios (argumenta) una simple mujer sin riquezas ni sangre regia? Fijémonos en que no dice “eso no pudo suceder”, sino “eso no le pudo suceder a una pueblerina”. Pues, en efecto, este ese el argumento que le parece definitivo (la baja estofa social de María) antes que cualquier otro.
Volvamos a nuestros días: nadie se imagina a un ateo argumentado así. “Bueno, si me dijeras que Jesús nació de la familia de Julio César o de Herodes, o que al menos era un Borbón, eso todavía tendría un pase; pero ¿cómo puedes siquiera soñar que un dios se fuera a fijar en una campesina?”. No es pensable que un ateo arguyera hoy así porque ese ateo de hoy comparte con los cristianos (y se distingue de Celso y demás paganos) mucho más de lo que a menudo sospecha. En concreto, la civilización cristiana nos ha inculcado a todos nosotros (ateos, creyentes y tibios) la idea de que en cuestiones de dignidad (incluido el ser digno de recibir a un dios en tu seno) todos somos iguales: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer”, había escrito San Pablo en su carta a los fieles de Galacia, unos 120 años antes de Celso.
Ahora bien, este igualitarismo cristiano, que nos aleja tanto de Celso, ¿no nos ha acabado alejando también del propio cristianismo? Retomemos el texto de Pablo: lo que nos viene a decir en esencia es que las distinciones nacionales (judío o griego), las socioeconómicas (esclavo o libre), o el sexo (varón y mujer) deben ser cada vez menos pertinentes. ¿No vivimos hoy precisamente rodeados de vibrantes defensores de ese igualitarismo étnico, socioeconómico, sexual? ¿No abogan hoy muchos por un Gobierno mundial que disuelva las fronteras, por implantar más y más políticas redistributivas, por anular todas las diferencias importantes entre hombre y mujer? ¿Y no son hoy a menudo quienes se oponen a tales políticas, precisamente… cristianos? ¿Se les ha ido de las manos a estos últimos el igualitarismo, se asustan hoy de hasta dónde ha llegado el ideal igualitario que Celso no sabía entender, pero San Pablo sí supo sintetizar? Está bien que no importe si María era pobre o rica, pero ¿de veras no debería importar si fue un hombre o una mujer, si era judía o japonesa?
Hay al menos tres respuestas posibles a estas preguntas, tres posturas ante la ola de igualitarismo radical de hoy día.
La primera respuesta es de Nietzsche. Para él, el cristianismo aboca irremediablemente a ese punto que hemos descrito, a una igualdad de todos y todas y todes y todxs. El cristianismo surgió, en efecto, como una revuelta de los de abajo contra los de arriba: mas lo único que ha sabido hacer es rebajarnos a todos a lo bajo. Incluido Dios, que ha perdido toda su divinidad. Ya ninguna cosa posee mayor importancia que ninguna otra: es el nihilismo. La conclusión a que nos aboca este diagnóstico resulta patente: Nietzsche apostaba por abandonar ese igualitarismo empobrecedor (que está incluso matando al propio cristianismo que lo engendró) para recuperar una vida noble, alta, creativa, “lujuriosa y tropical”.
La segunda postura posible es exactamente la contraria: cualquier igualitarismo es bueno y, si eres cristiano, ese es el sentido más profundo de tu religión. (Si no lo eres, ese es el pequeño favor que le debes agradecer a sus predicadores: que empezaron a hablar de igualdad, y de que arriba los pobres, y de que abajo los poderosos: recuerda el Magníficat). Esta es hoy la posición de las izquierdas divagantes y extravagantes (como las llamaría Gustavo Bueno), con especial fervor en el caso de la izquierda cristiana. Es también la posición del cosmopolita radical, que no entiende por qué la gente vota aún por mantener las fronteras (¿no habíamos quedado en que ya no hay judíos ni griegos?). O de los que quieren “deconstruir” el género (¡olvidemos por fin, tras 2.000 años, las etiquetas de varón y hembra!). O de los obsesionados con redistribuir toda la riqueza.
Hay, por último, una tercera posibilidad. Nos ayudará a entenderla un pensador alemán fallecido hace pocos días, Robert Spaemann. En un mundo que o bien rechaza toda igualdad, con Nietzsche, o bien la impone a todos los aspectos de nuestra vida, como quieren los izquierdistas divagantes y extravagantes, Spaemann hizo un llamamiento al equilibrio. ¿Igualdad? Sí, pero solo en un sentido, aunque sea el fundamental: en nuestra dignidad. No hay persona más digna que otra. Pero, precisamente por ello, el resto de nuestras diferencias no tienen por qué anularse: si se nos reconoce como iguales en lo esencial, no importa que seamos distintos en otros mil y un sentidos. “Es un enorme error creer que hay que dejar de tener en cuenta las diferencias humanas por hacer justicia a la dignidad humana”, concluía este filósofo.
No hay que embelesarse, pues, ante cualquier igualdad ni combatirlas todas. Solo las desigualdades que dañen la dignidad de alguien (por ejemplo, la esclavitud; pero no las otras dos que Pablo señalaba: tu nacionalidad o tu sexo) deben combatirse.
En tiempos en que cada dos por tres arden las redes sociales, en que hay una politización extrema, en que surgen nuevos conflictos por doquier, ¿es posible conservar esta mesura a que nos invitaba Spaemann? ¿Cuál sería el modelo de una templanza semejante? ¿Acaso el de un niño, recién nacido, que aún no sabe si es judío o griego, libre o esclavo, varón o mujer, pero cuya vida sabemos digna solo porque sí? ¿Podemos aprender algo de contemplar simplemente a un bebé en pañales, aunque no descienda de Julio César? ¿Podría ser ese el significado que le diésemos a decirnos, un año más, “feliz Navidad”?