Dos en la carretera
En el norte de Tanzania, en la llanura del Serengueti, hay un lugar llamado Garganta de Onduvai que es un exuberante festín para los cazadores de fósiles. Siete capas de sedimentos lo convierten en el yacimiento prehistórico más importante del mundo, y en el escenario probable de la primera página de nuestra historia, cuando aprendimos a ser humanos.
En el norte de Tanzania, en la llanura del Serengueti, hay un lugar llamado Garganta de Onduvai que es un exuberante festín para los cazadores de fósiles. Siete capas de sedimentos lo convierten en el yacimiento prehistórico más importante del mundo, y en el escenario probable de la primera página de nuestra historia, cuando aprendimos a ser humanos. Allí se conocieron, enamoraron y trabajaron juntos dos de los paleoantropólogos más importantes de la historia: Louis y Mary Leaky. Louis, cuyos trabajos anclaron el origen de la humanidad a África, ya había muerto cuando su viuda Mary hizo uno de sus descubrimientos más sensacionales: las huellas de Laetoli que, preservadas por la ceniza de un erupción volcánica, sirvieron para demostrar que la humanidad empezó a caminar hace tres millones y medio de años, un millón de años antes de lo pensado. Pero lo más interesante es que Leaky halló no uno sino dos juegos de huellas, de distinto tamaño y uno junto al otro: como si estos dos remotos ancestros nuestros hubieran ido caminando del brazo o cogidos de la mano.
No recuerdo quién dijo que ningún bando ganaría nunca la guerra de sexos: había demasiadas ganas de confraternizar con el enemigo. Sí sé que la riña últimamente no es entre sexos, sino entre quienes en España se declaran feministas[contexto id=»381722″] y quienes no terminan de atreverse a hacerlo, porque sospechan que bajo el rótulo indiscutible de la igualdad entre hombres y mujeres se parapetan otros enunciados con los que ya se está tan de acuerdo. El problema no tiene fácil solución. La equivocidad del lenguaje conduce a que «feminismo» signifique hoy al mismo tiempo una causa necesaria y otra que no lo es tanto, una forma persuasiva de razonar y otra inelegante y displicente. Lo justo y lo estrafalario coexisten en la misma palabra –pasa con cualquier movimiento– y creo no ser el único que de un tiempo a esta parte se pasa el día asintiendo o negando mentalmente a lo que escucha o lee mientras intenta no contagiarse de ninguna extremosidad en curso. Por lo demás, estoy seguro de que mis amigas más feministas prefieren la actitud de quien, compartiendo el principio, se permite guardar reserva sobre alguna concreción o desarrollo, que la del cobista insincero que busca su favor dándoles la razón en todo. Si algo tengo claro algo es que respetar a las mujeres pasa por no adularlas. Como a cualquier persona.
Porque queremos que el futuro sea el mejor lugar posible, seguiremos hablando y debatiendo sobre igualdad de género. Ojalá sepamos hacerlo sin acritud. Pero no veamos en el pasado sólo una historia de subordinación; también una de cariño, devoción y auxilio mutuo sin la cual nunca el ser humano habría podido salir de la Garganta de Onduvai para ganar el mundo.