Barateros
Ezra Pound (con perdón) defendía que a los poetas malos habría que aplicarles las mismas condenas penales que a los falsificadores de moneda. ¿El motivo? ¿Una identificación total entre su apellido y su oficio? No, no, algo mucho más racional. El lenguaje es la moneda de todos nuestros intercambios culturales y sociales, y esa moneda la acuñan los poetas. Si la falsean, la sociedad pierde calidad en sus transacciones espirituales e impera una inflación interior.
Ezra Pound (con perdón) defendía que a los poetas malos habría que aplicarles las mismas condenas penales que a los falsificadores de moneda. ¿El motivo? ¿Una identificación total entre su apellido y su oficio? No, no, algo mucho más racional. El lenguaje es la moneda de todos nuestros intercambios culturales y sociales, y esa moneda la acuñan los poetas. Si la falsean, la sociedad pierde calidad en sus transacciones espirituales e impera una inflación interior.
Lo que Pound decía, en un alarde justiciero de finura metapoética, lo han dicho los filósofos siempre de la verdad. Una sociedad donde la verdad deje de ser la moneda de curso legal de nuestras comunicaciones está condenada al mercado negro, al trueque, al robo y, en última instancia, a la violencia.
Por ambas razones, la formal y la material, el lenguaje y la veracidad, debería preocuparnos mucho más nuestra falta de exigencia a los políticos en este aspecto. El manejo de su idioma, por hablado y por escrito, deja que desear. Observen la invitación del presidente del Gobierno «al homenaje a las Víctimas del 15º aniversario de los atentados del 11-M». Habrá quien sugiera que, en vista de cómo son estos aniversarios, quizá sea un lapsus linguae de dimensiones freudianas.
Pero lo indiscutible es que los políticos escriben mal, hablan peor y mienten constantemente. Es el caso del mismo Pedro Sánchez asegurando desde La Moncloa que había pasado unos controles antiplagio a su tesis doctoral que no pasó. Descaradamente. Y la sociedad, olvidada de Pound, no exige responsabilidades ni apenas se escandaliza. Cuesta pensar un caso más flagrante y redoblado, pero no es el único. Recordemos al señor Rufián afirmando que dejaría el escaño en unos meses, y ahí sigue, y vuelve a presentarse.
La tolerancia social a la mentira política es uno de los problemas estructurales más graves que tiene España, pues lo corroe todo. Incluso aunque no sean mentiras de gran envergadura. Siempre socavan la moneda común de nuestro idioma, poco a poco, restándole valor. También habría que hablar mucho de lo mucho que los políticos se desdicen, o sea, de lo que mienten retrospectivamente, faltando a su palabra, convirtiendo lo prometido en duda, como dijo el desencantado poeta Juan Bonilla. Las hemerotecas tendrían que ser las cajas fuertes de las reservas del valor de la palabra dada.
Ezra Pound estaría de acuerdo conmigo en que al déficit público y a la deuda de la nación habría que sumar esta falta de confianza en la aleación noble de nuestro lenguaje y en su relación con el patrón oro de la verdad. Nos están endeudando por generaciones no sólo en lo referente a la economía estricta. La deuda es también lingüística, filosófica y moral. Y la vamos a pagar.