El sobrino del suicida
El libro de Sergio González Ausina Última carta. Un suicidio en mi familia (Deliberar) me recordó que el asunto más crucial del que debe ocuparse un escritor suele estar bien a mano. Yo sé que ha de llegar el día en que me ponga a la tarea, y que todo lo que he ido publicando hasta ahora es una antología del disimulo. También sé que cuando me enfrente a ello tendré más mimbres, y que acaso el tiempo haya depurado la memoria de indeseables truculencias. Un recuerdo alisado. Pero no me engaño: si postergo el encuentro es por cobardía. Y Sergio es un valiente, un periodista de fuste que en lugar de vadear torpemente la cuestión, resolvió batirse con ella. La cuestión, por ir iluminando su hazaña, es su familia. La familia muerta y la familia viva, que es el único vehículo para llegar a la primera y la peor de las compañías para hacerlo.
El libro de Sergio González Ausina Última carta. Un suicidio en mi familia (Deliberar) me recordó que el asunto más crucial del que debe ocuparse un escritor suele estar bien a mano. Yo sé que ha de llegar el día en que me ponga a la tarea, y que todo lo que he ido publicando hasta ahora es una antología del disimulo. También sé que cuando me enfrente a ello tendré más mimbres, y que acaso el tiempo haya depurado la memoria de indeseables truculencias. Un recuerdo alisado. Pero no me engaño: si postergo el encuentro es por cobardía. Y Sergio es un valiente, un periodista de fuste que en lugar de vadear torpemente la cuestión, resolvió batirse con ella. La cuestión, por ir iluminando su hazaña, es su familia. La familia muerta y la familia viva, que es el único vehículo para llegar a la primera y la peor de las compañías para hacerlo.
Sergio había colaborado en el (cada vez menos) extinto diario Factual, de Arcadi Espada, como coautor del blog “Última carta”, en el que se encaraba con el tabú del suicidio a partir de notas de suicidas. Luego de que el diario echara el cierre, regresó a la empresa familiar, en lo que parecía un preludio de su claudicación frente al periodismo, que no frente a la escritura. Al término de una de esas jornadas, de vuelta a casa con su padre, Sergio le habló del blog. La comezón, en fin, del que deja una tarea inacabada. “Pues tú tuviste un tío que se suicidó”. La cabeza de Sergio convertida en avispero: ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué nunca le habían hablado de él? ¿Cómo se quitó la vida? ¿A qué se dedicó?
Última carta es el intento de responder a esas preguntas, un relato seco, vertiginoso, en el que el autor va volcando las pruebas con pulcritud forense, y en el que se superponen diversas capas, casi a modo de subtramas. La de la investigación puramente archivística; la de las decenas de interrogatorios (digo bien, interrogatorios) a todos aquellos individuos cuya sombra se cierne sobre el suicida, aun de forma fortuita y en aspectos marginales. La del padre, verdadero protagonista del libro, y al que Sergio, como un Carrère de ninguna parte (la España vacía es, sin apenas pretensión, otro de los grandes temas de la obra), somete al cedazo indeseable de la memoria, aun a riesgo de que una palabra de más o una de menos apelmace la relación entre ambos. Y por último, el de la mujer. Instigadora de la aventura, eficaz colaboradora, su figura se diluye a medida que su marido hace de las pesquisas su gran prioridad existencial, en un ensimismamiento que va rompiendo en obsesión, y que recuerda al del Graysmith de Zodiac o acaso al Dreyfuss que moldeaba el puré de patatas en Encuentros en la tercera fase. La obra, en efecto, dejará un temblor en la vida. Y un postrero corolario, tan imprevisible como sobrecogedor (dejémoslo aquí, spoiler).
El resultado es una delicadísima biografía de Vicente González Luelmo, muerto el 17 de agosto de 1977 en Valcuende, provincia de León, a la edad de 25 años. Desde la vía férrea donde le encontraron, Sergio González Ausina levanta una emocionante necrológica que sella el paso del suicida por este mundo, rescatando a él, y a todos nosotros, del oscurantismo y el atraso. Como hizo Ivan Jablonka con Laëtitia Perrais, sí, pero a despecho de su tiempo.