Lope no preludia nada
Aseguraba Platón que existe una “una antigua querella” entre la política y la poesía cuyo campo de batalla es el alma del ciudadano y, más en concreto, esa parte del alma sensible al encanto de los versos, a la que caracteriza por los siguientes rasgos: es receptiva a la novedad; está siempre en tensión consigo misma y ama la diversidad y variedad. Es una paleta de colores entremezclados que aspira a ser pintura o, si se quiere, es algo informe que aspira a la salud de la forma. Platón la llama “tò aganaktêtikón”, que podemos traducir por “lo emocional”.
Aseguraba Platón que existe una “una antigua querella” entre la política y la poesía cuyo campo de batalla es el alma del ciudadano y, más en concreto, esa parte del alma sensible al encanto de los versos, a la que caracteriza por los siguientes rasgos: es receptiva a la novedad; está siempre en tensión consigo misma y ama la diversidad y variedad. Es una paleta de colores entremezclados que aspira a ser pintura o, si se quiere, es algo informe que aspira a la salud de la forma. Platón la llama “tò aganaktêtikón”, que podemos traducir por “lo emocional”.
Cualquier alumno de bachillerato sabía -no me atrevo a utilizar hoy el presente de indicativo- que, en la República, Platón divide el alma en tres partes: la que desea cosas, la que desea honores y la que desea sabiduría. El funcionamiento armónico de las tres sería la justicia. Pero esta no es la última palabra de Platón sobre la justicia, ya que, si lo emocional es una parte más del alma, las cosas se complican.
¿Cómo se armonizan la emoción y la justicia?
Esta es la pregunta que he tenido continuamente presente mientras leía El verdadero amante, el último ensayo de José María Marco.
Lope no sólo es el poeta del amor “pródigo en lengua”. Es, sobre todo, el poeta de la tensión anímica, el poeta anímicamente enrevesado que busca una forma justa de sí a la que pueda mirar con orgullo, sin vergüenza ni temor.
Si no hay política sin cuerpos, ni hay cuerpos humanos sin política, nada de extraño tiene que toda política pretenda, en última instancia, domesticar el deseo, ya que éste, abandonado a su propia inercia, tiende a creer que “lo que es mi gusto /solamente es justo”. Foucault, amigos, es sólo un epígono de Lope. Y no el más espabilado. Se le escapó algo fundamental: que la manera que las sociedades han hallado de rebajar la tensión a que las somete la constante presión sobre el deseo, es la comedia. Los grandes autores de comedias han sabido muy bien que el deseo es el animal que ingenuamente creemos que es más de nuestra especie.
Porque somos políticos, en lugar de desembridar el deseo, hacemos literatura erótica, que es una manera bastante eficaz de firmar una tregua precaria, pero necesaria, con nuestros impulsos sexuales. La poesía introduce pausas donde la ley pretende introducir hábitos. Sólo pueden ser pausas, porque a todos, en un momento u otro, en lugar de un endecasílabo, se nos escapa un gemido.
San Agustín sostiene que no hay mayor pecador que el hombre incapaz de amar. Su pecado es vivir “incurvatus in se”, como un erizo, pretendiendo vanamente hallarse a sí mismo sin la intermediación del otro (o del Otro).
Lope, el gran amante, a veces pretende ser erizo. Se recluye en sí mismo y abre los ojos. Pero lo que ve no es más que penumbra y desconcierto: “todo me hacía contradicción”. Así se nos confiesa en uno de sus sonetos sacros: “Entro en mí mismo para verme, y dentro, / hallo, ¡hay de mí!, con la razón postrada, / una loca república alterada, / tanto que apenas los umbrales entro”. Es tan incapaz de dotar autónomamente a su alma de forma que se ve obligado a reconocer que “de mi mismo se burla mi cuidado”.
Las emociones no pueden verse a sí mismas más que como sombras en un teatro vacío.
Lope sólo se ve a sí mismo conformado cuando descubre gozosamente su imagen en la pupila de la persona a la que ama. ¡Qué versos encendidos de agradecimiento dedica a sus amantes! En Lope la mirada erótica es clarividente: encuentra en lo que la emociona la posibilidad de dar forma satisfactoria a lo emocional.
Lope nos enseña, una y otra vez, que la parte emotiva del alma, aunque es de por sí agreste, se rinde fácilmente a la sugestión de la belleza, cosa que conocen muy bien los buenos poetas, los buenos políticos y los buenos sofistas. La belleza es el elemento que une la emoción (la parte del alma que desea una forma satisfactoria de sí misma) y la justicia.
No sé si José María Marco y yo vemos lo mismo en Lope, pero eso importa mucho menos que nuestro común interés en mantenerlo vivo. Mantener vivo a Lope es mantener viva la transmisión de la grandeza que nos engrandece. El pasado, como sabemos bien los conservadores, nunca es un preludio.
Y, por cierto, la República de Platón es una historia de amor escrita por un poeta con alergia a la cicuta.