La medida justa de presente
El nacionalismo es la exaltación política de una nostalgia, y no es extraño que haya hecho su reaparición en un contexto de crisis de fe en el carácter inequívocamente positivo del futuro
Estos años han sido –son– los de la obsesión con el pasado. El nacionalismo es la exaltación política de una nostalgia, y no es extraño que haya hecho su reaparición en un contexto de crisis de fe en el carácter inequívocamente positivo del futuro. Es una reacción inmune a las enseñanzas históricas, que si contra algo disponen de argumentos de sobra en su museo de los horrores es de advertencias contra todo tipo de nacionalismos. Lo ha vuelto a recordar el italiano David Sassoli, nuevo presidente del Parlamento Europeo: “La Unión Europea no es un accidente de la historia, somos los hijos y nietos de los que encontraron el antídoto contra la degeneración nacionalista que envenenó nuestra historia”. Unas palabras que recuerdan a las que pronunciara un crespuscular François Mitterrand en la sede del mismo parlamento en Bruselas en 1995: “El nacionalismo es la guerra”.
En concreto, las dos guerras mundiales, y especialmente la segunda, que fue la que escaldó a los que posteriormente levantarían los cimientos de la actual Unión. Y no deja de sorprender la capacidad que tuvieron para cambiar una tradición secular de guerras y rencores nacionales por una cooperación creciente que comenzó con acuerdos relacionados con los materiales que posibilitaban las contiendas: el carbón y el acero. ¿Por qué pudo hacerse entonces algo que hoy resulta inconcebible con afrentas mucho menores? Una de las características de esta época es la dificultad para alcanzar acuerdos, para cuyo rechazo se exponen razones sobreactuadas pero, finalmente, de poca consistencia a poco que adoptemos cierta distancia. Cualquier respuesta es tentativa, y en ella seguramente estaría incluida la revolución de las telecomunicaciones y su influencia en la percepción que tenemos de todo lo demás. Y aunque encontremos razones materiales, culturales o psicológicas, sigue siendo un misterio por qué hemos llegado a tal punto de desconcierto y de espesura.
«Al final llegó la paz y la Liberación, y para muchos ferrareses, para casi todos, la repentina ansiedad por olvidar. Pero, ¿se puede olvidar? ¿Basta con desearlo?» Así reflexiona el narrador de uno de los relatos de Intramuros, el primer libro de La novela de Ferrara, del escritor italiano Giorgio Bassani (1916-2000), uno de los grandes retratos del siglo XX a través de esta ciudad de la provincia de Emilia-Romaña. En otro de los relatos, se cuenta el regreso a Ferrara tras la Segunda Guerra Mundial de Geo Josz, único judío superviviente de una extensa familia de la localidad que había sido deportada a los campos de exterminio alemanes. Los vecinos lo miran con una mezcla de conmiseración y desdén, porque su presencia representa también la culpa colectiva por el pasado que acaban de dejar atrás y del que fingen no recordar mucho. «Todos, igual que él, habían sido fascistas, y ningún veredicto de tribunal lograría jamás borrar una verdad como esa», cuenta el narrador respecto a otro personaje. En cuanto a Geo, al principio se apiedan de él y atienden sus argumentos y quejas, pero a todos acaban cansando sus letanías sobre el sufrimiento padecido y terminan por ignorarlo. Ante el horror del pasado y la culpa, se había impuesto la necesidad de pensar en el futuro y solo en él. Y aquello, como cuando nos empeñamos en mirar al pasado, también dejó sus víctimas. Difícil equilibrio el de vivir en el presente en la medida justa, pero que habrá que empeñarse en seguir perseguiendo.