La guerra dura, sí
«En un mundo donde todo está politizado, donde las posiciones de un debate las marca la ideología antes incluso de ser planteado, donde las películas sólo cobran sentido si dejan dentro de sí el poso doctrinal de turno, no tengo claro que pudiera sobrevivir un espíritu libre como el de Unamuno»
Antes de ver la película, dejo claro que me parece muy adecuado el título: Mientras dure la guerra. Porque la guerra dura, sí. Dice Amenábar que Franco sigue vivo, o algo así, y yo le creo: lo mantienen en ese estado hunos y hotros. No hubiera hecho tal cosa Unamuno, preocupado siempre por el paso largo de la nación, poco amigo de la melancolía dogmática que no cierra esa página tan oscura de nuestra historia. He pronunciado ya el concepto que flotará tácitamente por este texto durante sus quinientas y pico palabras: dogmatismo. Don Miguel dedicó toda su obra a luchar contra él, contra el dogma de otros e, incluso, contra el dogma que crecía en su interior. La clave era no posicionarse, marchar a la contra, dudar. Lo hizo siempre, e incluso tituló uno de sus libro con este resumen de su idiosincrasia: «Contra esto y aquello».
En pocas cosas creía ciegamente Unamuno. Acaso en sí mismo, y poco más. Decía Ortega que cuando Miguel llegaba a cualquier tertulia clavaba «el pendón del yo» sobre la conversación hasta hacerla en suya. Esa especie de existencialismo le hacía criticar con fiereza el carlismo que impregnó su niñez, aquel sitio de Bilbao que nunca valdría la pena, pero también el liberalismo isabelino, una oportunidad perdida en la historia. Su crítica mordaz le valió el destierro con Primo de Rivera, de quien dijo que «es de los que primero disparan y luego apuntan». Su afán renovador le hizo creer en la república, como pocos creyeron en este país, pero aquella quema de conventos entre el 10 y el 13 de mayo del 31, apenas un mes de republicanismo, ya le colocó frontalmente contra ella. Más o menos el mismo lapso de tiempo que tardó en desencantarse con el movimiento militar del 36: en pocos meses ya clamaba contra ellos desde su púlpito intelectual. A lo largo de su vida le planteó pelea a su religiosidad, para después mostrarse ferozmente ateo; pagó la cuota del partido socialista para más tarde clamar contra él; amó el País Vasco tanto como peleó contra sus nacionalistas; y así con cada cara de su poliédrica vida. Sobre esa contradicción, sobre esa paradoja constante, desparramó todos sus párrafos. Cuando se marchó, el 31 de diciembre de ese mismo 1936, fue de nuevo Ortega, cuyas posiciones encontró a menudo con las del vasco, quien lo definió como nadie: se va el hombre que dinamizó España, la espoleta del país.
En un mundo donde todo está politizado, donde las posiciones de un debate las marca la ideología antes incluso de ser planteado, donde las películas sólo cobran sentido si dejan dentro de sí el poso doctrinal de turno, no tengo claro que pudiera sobrevivir un espíritu libre como el de Unamuno. Por conectar con el inicio del texto, al contrario que para tantos, sí tengo claro que para él la guerra habría dejado de durar hace ya muchos años. Porque sólo miraba adelante. Porque, como bien dijo él en ese libro suyo, «En torno al casticismo», que es mi favorito: hasta los que viven mirando atrás, les guste o no, caminan hacia adelante: esa sombra del pasado la dibuja el sol del porvenir.