La obsesión de Flaubert por la estupidez
«Flaubert tenía cierta fama de idiota. Tal vez por eso sabía que la estupidez es un activo nada desdeñable y que, en ella, hay oculto un tesoro de sabiduría que sólo necesita ser encontrado»
En mi afán por recuperar todo tipo de conocimientos inútiles y de repertorios exhaustivos, aunque interminables, manía que cultivo a la sombra de ilustres obsesos como Flaubert, Stendhal, Calvino, Perec, Nabokov, etc., vuelvo una y otra vez a analizar el material que Flaubert dedicó el espinoso tema de la estupidez, central en toda su obra y que en cierto modo la explica.
Hacia 1850 se le ocurrió a Flaubert componer su Diccionario de lugares comunes o de tópicos, como en puridad debería decirse. Pretendía ser un glosario de opiniones burguesas, en el sentido peyorativo del término (hay otros más cómodos), pues sabemos la manía que los artistas y escritores del XIX tenían a los pequeñoburgueses, de cuyas aspiraciones por una vida modesta en una salita cursi y abigarrada (lo dijo Ortega y Gasset: «lo cursi arropa», a lo que se puede contraponer lo que decía Tanizaki “la elegancia es fría”) se reían desconsideradamente; y más en el caso de Flaubert, rico rentista y extraña y admirable mezcla de vitalidad rabelesiana y negra pesadumbre (“quiero ser un pensador, un desmoralizador”) que llegó a pedir a su criado que sólo le hablara una vez a la semana para decirle: “Señor, es domingo”, recluido en su maravillosa casa de Croisset, en Normandía, Ahora tenemos otros cocos. ¡Pero me falta método! Sigamos.
El caso es que Flaubert, al tiempo que componía Madame Bovary, iba recogiendo datos de las trivialidades más destacadas del pensar común (que siempre se opone al sentir) y las ponía en boca de alguien prototípico, que es lo que hacen todos los novelistas para caracterizar a un personaje. Homais, el farmacéutico, era su depositario favorito y lo cierto es que sus hallazgos no tienen desperdicio. El Tontario, nació también temprano, pero tenía otra ambición, otro carácter. Se trataba de componer un florilegio de las frases recogidas en la literatura de todo tipo y de meteduras de pata, como esos diccionarios de disparates de los maestros y profesores, sólo que con autores de renombre. Flaubert las clasificó en categorías: científicas, eclesiásticas, históricas, etc. Este rosario de necedades documentadas es lo que, sus primero denostados y luego idolatrados Bouvard y Pécuchet, cuando deciden volver a sus orígenes de honrados copistas -verdadera celebración del “eterno retorno de lo mismo”- iban a copiar en su flamante escritorio doble, pues como si les hubiera inspirado el Paráclito, adquirieron de pronto «la penosa facultad de descubrir la estupidez y no poder soportarla».
Hay que insistir en que el Tontario no es exactamente lo mismo que el Diccionario de tópicos; son dos maneras diferentes de abordar el extenso tema de la estupidez que tanto fascinaba a Flaubert desde su más tierna infancia, hasta el punto de que ya a los diez años se quedaba arrobado escuchando a las amigas de su madre. ¡Qué niño tan bueno! decían ellas, ¡Qué tontas! le contaba él a un amiguito. Esta disposición a la paciente escucha le dio espléndidos resultados y así como muchos escritores llevan diarios para desahogarse, simultaneándolos con su actividad principal, él se despachaba en la correspondencia y en los apuntes que iba tomando sobre la estupidez. Lo cierto es que, si bien se piensa, Flaubert tenía cierta fama de idiota, en el sentido etimológico de la palabra (Sartre escribió un libro incomprensible sobre él titulado precisamente El idiota de la familia). Tal vez por eso sabía que la estupidez es un activo nada desdeñable y que, en ella, hay oculto un tesoro de sabiduría que sólo necesita ser encontrado: no hay nadie tan tonto que no pueda decir una genialidad, ni nadie tan listo que no pueda decir una estupidez redomada.
Voy a terminar poniendo algunos ejemplos:
Del Tontario
«Los monarcas tienen derecho a cambiar un poco las costumbres«. Descartes, Discurso del método, part.6.
«Las mujeres, en Egipto, se prostituían públicamente a los cocodrilos«. Proudhon, Sobre la celebración del domingo, 1850.
«Las mamas de las mujeres pueden ser observadas como un objeto de distracción y utilidad”, Murat y Patissier, Diccionario de Ciencias Médicas.
«Cultivar demasiado las bellas artes, dibujar formas masculinas, atléticas, estudiar músicas suaves y melodiosas, frecuentar de forma habitual o continuada los museos… Loyer y Villermay, Diccionario de Ciencias Médicas, (Causas de la ninfomanía).
“El estudio de las matemáticas, al comprimir la sensibilidad y la imaginación, a veces hace terrible la explosión de las pasiones”. Dupanloup, Educación intelectual.
Y una muestra del Diccionario de tópicos:
Agricultura: Faltan brazos
Aire: Desconfiar siempre de las corrientes de aire
Alcoholismo: Causa de todas las enfermedades modernas
Arquitectos: Todos imbéciles. Se olvidan siempre de hacer las escaleras al construir las casas.
Corán: Libro de Mahoma, donde sólo se habla de mujeres.
Laboratorio: Todos tienen uno en el campo.
Pero como decía el propio Flaubert, “el tiempo, el tiempo es el que nos devora”, por eso voy a poner punto final a este repertorio con el Catálogo flaubertiano de ideas chic (hacia 1850), algo así como nuestro concepto de lo políticamente correcto:
Defensa de la esclavitud.
Defensa de la noche de San Bartolomé.
Reírse de los sabios.
Reírse de los estudios clásicos.
Negar la existencia de los grandes hombres.
Admirar a Maistre, Veuillot, Voltaire.
Negar el talento de Rafael.
Negar el talento de Mirabeau y alabar el de su padre (a quien nadie ha leído).
Molière es un tapicero de las letras.
Charron es superior a Montaigne.
Musset es superior a Victor Hugo.
Homero nunca existió.
Shakespeare nunca existió, fue Bacon quien escribió sus obras.
Hasta aquí Flaubert, juzguen y comparen con nuestra época. Por poco cínico que se sea, creo que vale la pena intentarlo.