Prisioneros de las ideas
«Vicente Cacho hablaba del catalanismo político como uno de los dos catalizadores principales de la modernización del país hace un siglo. ¿Podría decir lo mismo en nuestros días?»
En su ya clásico estudio sobre los caminos de la modernidad en la España de principios del siglo XX, el profesor Vicente Cacho sostenía que los dos grandes proyectos reformistas que había conocido nuestro país eran el que se asociaba con la Institución Libre de Enseñanza –y con la figura posterior de José Ortega y Gasset– y el que representó en Cataluña la irrupción del catalanismo como ideología política. Ambos constituyeron un éxito y a la vez terminaron en fracaso. José Castillejo ha escrito páginas memorables –y también dolorosas– al respecto. Se fundaron revistas de pensamiento y ateneos, se abrieron colegios y bibliotecas públicas, se tradujeron libros y se mandaban estudiantes universitarios a los mejores centros en el extranjero. Al igual que ha sucedido repetidamente en la historia de España, Europa pasó a ser la solución: un país sin apenas burguesía soñaba con ser burgués, una sociedad alejada de las principales corrientes de pensamiento contemporáneas deseaba ansiosamente conectar con ellas. Es lo mismo que ocurría en muchos otros lugares del mundo: de Japón a Suecia, de Rusia a Italia. Tras el franquismo, la democracia del 78 vino a suponer la confluencia de las distintas tendencias que buscaban la modernidad. Ayudaba a ello el contexto internacional y el fracaso ideológico de los totalitarismos, el crecimiento inusitado de las clases medias y el anhelo de libertades. El gran paraguas era la Pax Americana, que simbolizaba por un lado la Alianza Atlántica y por el otro el marco ilustrado de la Comunidad Económica Europea. Por su geografía, por su pasado y por su peso demográfico, España volvía a ocupar un lugar en Occidente: periférico, es cierto, pero a la vez central como puente con la América Hispana.
Sin embargo, también el pacto del 78 empezó a descarrilar por motivos tantos internos como externos. Tras la caída primero del fascismo y después del comunismo, el crack de 2008 laminó la confianza en los regímenes liberales. De repente, la Historia no había terminado, como creyeron algunos ingenuamente, sino que seguía ciega su curso. Pero las tensiones se venían acumulando desde mucho antes. La hidra de la deuda, por ejemplo, no surgió de un día para otro, como tampoco ese estado ansioso que acompaña la inmadurez de las sociedades democráticas. En La transformación de la mente moderna (Ed. Deusto), Jonathan Haidt y Greg Lukianoff explican con solvencia de qué modo nuestras ideas construyen las emociones que sentimos hasta el punto de que estas terminan dominando a aquellas. Prisioneros de nosotros mismos, el cíclico chapoteo del narcisismo corroe la estructura del bienestar. Ahora percibimos sus consecuencias.
Vicente Cacho hablaba del catalanismo político como uno de los dos catalizadores principales de la modernización del país hace un siglo. ¿Podría decir lo mismo en nuestros días? Vista la deriva de estos últimos años, resulta difícil pensarlo. Cualquier idea que pueda ser valiosa en su inicio –y no voy a entrar aquí en el difícil y proceloso debate de las bondades del nacionalismo– se echa a perder cuando se extrema y persigue una pureza imposible de alcanzar. Se diría que la falta de moderación vicia el funcionamiento de la democracia. Lo cual nos habla también de una inmunología virtuosa imprescindible para la sociedad: no se puede enriquecer de una forma eficaz la realidad sin ensanchar el espacio de la Ilustración que es a su vez el de un escepticismo moderado e inteligente, ajeno a los cálculos del cinismo, el fanatismo y las retóricas inflamables. Haremos mal si nos convertimos en prisioneros de nuestras propias malas ideas, en lugar de dejar que la humildad las vaya puliendo en nombre del progreso.