Memoria de la crispación
«No existe una fórmula exacta para medir el grado de agitación de la conversación pública, pero no parece que la excesiva ideologización de las cosas cotidianas sea un mal indicador para el asunto»
El debate público vive una situación convulsa desde hace tiempo. No se trata de una particularidad española y prueba de ello la ofrecen ciertas polémicas –a menudo, identitarias- que, no por su dimensión internacional dejan de resultarnos familiares. No existe una fórmula exacta para medir el grado de agitación de la conversación pública, pero no parece que la excesiva ideologización de las cosas cotidianas sea un mal indicador para el asunto. Los Premios Goya son el ejemplo más reciente de ello, pero yendo a lo más pequeño, se hace cada vez más difícil liberar a las ficciones de constantes lecturas ideológicas que amenazan con hacerlas menos disfrutables. A medida que la moralina política impregna cuanto consumimos en nuestro tiempo de ocio, se estrechan los espacios donde uno puede prescindir de mostrar su adscripción ideológica.
Normalmente debieran ser los poderes públicos los encargados de intentar velar porque las cuestiones domésticas no terminen por enfrentar a los ciudadanos a cuenta de menudencias y mantener un debate libre de suspicacias políticas. Pero el panorama actual de quienes nos legislan es la categoría de la anécdota. En medio del debate, decíamos agitado, son de agradecer las llamadas a la moderación, por más que algo tan elemental se cargue también de connotaciones ideológicas con su mera nominación: ahora para definir lo que tiene de intolerable señalar a personas o partidos meramente por sus ideas se usa la ‘crispación’, sin que anteriormente se haya alertado con la misma insistencia sobre la nada nueva vergüenza democrática que supone que alguien deba tener cuidado de lo que piensa.
La polarización del debate pone en la diana del intolerable señalamiento a representantes públicos, normalmente porque previamente otro discurso público se ha encargado de expropiarle el carnet de demócrata o incluso el de buena persona. Si preguntásemos a los crispadores de verdad, los energúmenos que atacan o acosan a políticos, partidos o personas significadas, seguramente toparíamos con que encuentran motivos de auténtica emergencia democrática para justificar sus escraches, aunque nunca tengan razón. ¿Es esta situación novedosa, única y apareció ayer? Nadie que haya seguido la actualidad política española puede afirmar que sí sin dejarse jirones de honestidad en la respuesta. Por eso es tan descorazonador que la izquierda española saque a pasear la crispación contra la derecha mientras obvia todas las dosis de toxicidad en el debate público que algunos de los hoy socios del PSOE llevan años sembrando.
Durante el otoño catalán, los partidos separatistas incitaron públicamente a los vecinos a increpar a los alcaldes que se negaran a colaborar con el 1-O, toda vez que en municipios pequeños celebraban que se declarara personas non gratas a líderes constitucionalistas. El nacionalismo catalán ha justificado escraches y vetado la presencia de otros partidos en ciertos pueblos, como si eso no fuera una forma intolerable de coacción. Hoy esos partidos hacen que pivote sobre ellos el Gobierno de España y nadie les atribuye la crispación. Seguramente, ni el PSOE ni el partido Podemos, veían crispación cuando llamaban a rodear Parlamentos –en Andalucía y en el Congreso, respectivamente y por poner ejemplos recientes- o justificaban el acoso a Ciudadanos por tener la osadía de presentarse en el Orgullo. Esta selección de episodios surge de la arbitrariedad en un ejercicio de memoria reciente, la única característica que comparten es que no fueron considerados síntomas de alerta anti-fascista, que le llaman ahora, por parte de quienes hoy se escandalizan.
Ni entonces el acoso estaba justificado ni lo está hoy, sea cual sea su procedencia y su diana. Y sigue sin estar justificado el silencio que entonces guardaron los que han necesitado verse señalados para alzar la voz y bautizar prácticas antidemocráticas extendidísimas desde hace años como ‘crispación’. Llamémoslo señalamiento, acoso, coacción o totalitarismo, pero no utilicemos nuevos términos cuyo uso solo libera de responsabilidad a los precursores en el insoportable arte de no dejar vivir a los demás.