Aquel ácido aroma de martirio
«La obra de Rachel Cusk se apoya en una intuición: cuando embellecemos la verdad, se vuelve mentira»»»
La obra de Rachel Cusk (Toronto, 1967) se apoya en una intuición: cuando embellecemos la verdad, se vuelve mentira. Sus novelas son amargas pero, como algunos buenos vinos, floculan, se espesan y hacen borra. Sorprende su éxito, pues, en general, la gente prefiere cosas más dulces. Sin embargo, ¿qué retrogusto deja en el paladar cualquier novelita de cepa sentimentalista, fermentada en las bodegas del buen gusto y añejada en las más nobles intenciones? Pues un sabor tan plano, supongo, como exento de sorpresas. La muy acre Despojos (Libros del asteroide, traducción de Catalina Martínez Muñoz) hizo de Cusk objeto de enconadísimos odios cuando se publicó en Inglaterra. No son para todos los gustos las contundentes opiniones recogidas en la novela. Pero esta, como los buenos vinos, deja poso.
El odio es prolijo: se disputa hasta el objeto más trivial. Según Cusk, su divorcio fue como sacar los muebles de la casa, pieza a pieza, y dejarlos todos en la acera: hasta lo más baladí quedaba a la vista. En A contraluz, la inolvidable Angeliki defendía con armas y bagajes que la enfermedad hacía ver las cosas objetivamente; también se decía en alguna parte de Prestigio que el dolor ayuda a establecer una relación más íntima con la verdad. Armada de su extemporánea lucidez, Cusk vuelve a prescindir de toda trama y escruta lo que la rodea desde la línea de sombra. Despojos no es tanto la crónica de un divorcio como el descubrimiento de un mundo ancho y ajeno: “Como el hijo adoptado que por fin localiza a sus padres y descubre que son unos desconocidos incapaces de amar”.
Despojos es una copa amarga, de una agrura insoportable para muchos paladares. Antes de apurarla, acerquen la nariz y, por decirlo con el verso de Luis Alberto de Cuenca, apreciarán aquel ácido aroma de martirio. Si en Tránsito se decía que muchos matrimonios funcionan “gracias a la suspensión de la incredulidad”, Despojos es una tentativa de descorrer el velo. Dispara al feminismo, arguyendo que los suyos son los valores patriarcales “travestidos” (“triunfar, ganar, proveer”) y que una mujer “debería ser algo más que una burda impostora”. Dispara a la madre trabajadora (“un hombre en cuerpo de mujer”, como Clitemnestra al tomar las riendas del palacio, después de matar a Agamenón) y a la madre no trabajadora (que enarbola excusas defensivas para no ser tomada por perezosa o falta de ambición). Y dispara a la familia. Esta es, a su juicio, una impostura basada en la “maternidad sagrada” y la “masculinidad cobarde”, que funciona como “una casa en mitad del paisaje: refugio y prisión al mismo tiempo”. Cusk mantiene la cazoleta llena de pólvora durante casi doscientas páginas y, afianzándose sobre las ruinas de su vida familiar, tira a dar.
Busquen en la mesa de novedades quienes prefieran tragos más dulzones: tienen mucho para elegir. Desde un punto vitivinícola y enológico, puede que ese caldo sea pobre. ¿Acaso importa? No hay vino tan malo que medio litro de cocacola no convierta en un bebistrajo para todos los públicos. Cusk no lo es. Sospecho que solo los “lectores gatunos”, por decirlo con Beatriz Manjón, que no se contentan con caricias y que valoran las obras “no por afinidad, sino por finura”, sabrán apreciar esta.
La trilogía compuesta por A contraluz (2014) Tránsito (2016) y Prestigio (2018) es, a mi juicio, la obra más estimulante de la década. Quizá Cusk no haya reinventado la novela, pero sí una autoficción que periclitaba. Es como si, tras la catástrofe personal de Despojos (2012), hubiera decidido acapullarse en un sueño hibernal. A partir de entonces, su voz desaparece. Para conocer a Faye, su protagonista, hay que atender a quienes la rodean. Su figura se recorta sobre el telón de fondo de las voces boquirrubias y narcisistas de los demás. Con su técnica, que Aloma Rodríguez ha definido como “el arte de iluminar el vacío”, sucede como con todos los grandes hallazgos: parece que siempre hubiera estado ahí.
Es fácil caer en la tentación psicoanalítica al advertir de los cambios que se operan a lo largo de la trilogía, “como si hubiera molestado a un animal dormido en su guarida”. Si esta es una catábasis (una suerte de ascensus ab inferis, el regreso pleno a la exterioridad), la crisis que la precedió sería una anábasis (esto es, un camino hacia el interior, el descensus ad inferos). Despojos, la obra que lo inició todo, es una parábasis. Dicho concepto aludía en la comedia griega al momento en que cesaba la ficción y los miembros del coro se quitaban las máscaras. Pudiendo libar el néctar, Cusk decide extraer el acíbar. No hay espacio para fabular. Solo queda exponer los hechos.