Navegar en la tormenta
«Las políticas de la identidad gestionan las heridas ajenas con desenvoltura para poder victimizarse colectivamente. Con todo, la totalidad anhelada se enfrenta a la singularidad existente»
La modernidad no se puede comprender sin las políticas de la identidad. No es que sean algo novedoso, solo se han transformado en los diferentes contextos. Y es que estas políticas siempre, aunque el término sea reciente, se han utilizado para espolear la autoafirmación o el resentimiento en las batallas culturales. Con demasiada frecuencia, ambas dimensiones se dan la mano. Durante más de un siglo el nacionalismo fue el vector de identidad más exitoso. No era el único, por supuesto, pero la deriva hiperbólica de nuestros días ha permitido que otras identidades compitan por encontrar un espacio preeminente en el debate público de manera impúdica y desabrida a través de los debates que nos ocupan hoy. Porque, pese a los alegatos sobre la sociedad de la información y sus correlatos adanistas, tener un mayor acceso a información nos está volviendo más cínicos con los valores o símbolos e, incluso, con los demás.
Las políticas identitarias no se construyen en el aire. Al contrario, se nutren de todo tipo de ideologías que buscan en la identidad una potente amalgama victimizadora. Las víctimas están en el centro para ser usadas al gusto del consumidor. Y la palabra aquí adquiere todo el sentido: la política como consumo. Es más fácil aceptar la culpa de los otros porque nos sale barato. Todos estos tipos de alegatos son retóricos y solo sirven para calmar las conciencias de quienes pueden sentirse culpables. La guerra de guerrillas cultural es para muchos un entretenimiento con el que superar el tedio de la cotidianidad y para tensionar la agenda política. Sin embargo, el peligro de naufragio siempre está presente cuando navegamos en la tormenta.
Las políticas de la identidad gestionan las heridas ajenas con desenvoltura para poder victimizarse colectivamente. Con todo, la totalidad anhelada se enfrenta a la singularidad existente. La prioridad nunca se sitúa en las experiencias singulares porque estas son difíciles de usar para beneficio propio. Cuando la ética pasa por el reconocimiento del otro como un ser inmanipulable, especialmente en el sufrimiento, las políticas de la identidad se desactivan. De hecho, sabemos que, si no hemos naufragado definitivamente, incluso en los momentos más críticos para la humanidad, ha sido gracias a todas aquellas víctimas que fueron esas voces singulares que “vienen de la otra orilla”, como las identificaba Alain Finkielkraut asumiendo las palabras de Emmanuel Lévinas, que nos exigen la rendición de cuentas y nos acusan de haberlas abandonado. He aquí una clave para estos días: ¿a cuántas víctimas estaremos amordazando porque no podemos usarlas en nuestras guerras culturales?