Y después, ¿qué?
«Dijo algo así como que continuarían comprando arte de pintores blancos para no caer en «una discriminación inversa». Y ahí ardió Troya»
La primera vez que estuve en la Feria del Libro de Madrid —apenas siete ejemplares firmados, de mi novela El informe Stein— una señora de tono muy rimbombante me preguntó si yo era el autor del libro que había cogido del expositor. Era un libro sobre Linneo con multitud de láminas a color. Conocía ese libro porque Linneo, Humboldt y Maeterlinck formaban un triunvirato dispar de naturalistas sobre el que había leído con gusto en mi adolescencia. Contesté que sí, que yo era su autor, con la mejor de mis sonrisas. «¿Quiere que se lo dedique?», añadí, y sin apenas mirarme, también me dijo que sí, que encantada. (He de decir que a mi lado había una foto mía de tamaño considerable, en la que podía leerse «José Carlos Llop, autor de El informe Stein, Anaya & MarioMuchnik»: segunda o tercera lección de humildad, hubo más).
Cogí el volumen, le estampé una dedicatoria en la portadilla: «A la señora X, de su affmo. Carl von Linné» y se lo devolví, indicándole a quién debía pagárselo porque ella ya estaba sacando la billetera y añadiendo la de cajero a mis dotes de persona multiusos. Por supuesto tracé la letra de la dedicatoria con una caligrafía también rimbombante y dieciochesca. Espero me haya perdonado.
Me he acordado de ese día donde Linneo y yo fuimos uno al leer que quieren echar abajo las estatuas a él dedicadas en Suecia, acusándole de germen intelectual de toda clasificación racista que en el mundo moderno ha habido. Algo así leí, pobre Linneo, y suspiré tranquilo por no tener estatua, ni busto ni ninguna otra huella vergonzante por haber nacido en el mundo de ayer, ese pecado nefando. Aunque he de reconocer que uno de los títulos con los que fue honrado Linneo en vida me encantaría tenerlo: Caballero de la Estrella Polar. No me digan que no es un título maravilloso y me pregunto —demasiado tarde— qué hay que hacer para pertenecer a esta orden digna de Tintín.
No repuesto del susto, mi amigo el poeta Enrique Juncosa —varios años subdirector del IVAM y del MNCARS y director del Museo de Arte Moderno de Irlanda después— me contó que habían echado del Museo de Arte Moderno de San Francisco a su conservador jefe, Gary Garrels. «Un hombre muy culto, educado y encantador», me dijo Enrique. Es la quinta persona de ese museo que cae a manos del movimiento Black Lives Matter. ¿Su pecado? El día que presentaba las últimas adquisiciones del museo de obra de artistas africanos y afroamericanos —obtenidas con la venta de un Warhol—, dijo algo así como que también continuarían comprando arte de pintores blancos para no caer en «una discriminación inversa». Y ahí ardió Troya. Se le tiraron al cuello —tóxico, supremacista y otras lindezas fue lo menor de entre lo que se le obsequió—, tuvo que justificar sus palabras y pedir disculpas y a finales de mes ha de abandonar el museo donde llevaba años trabajando con profesionalidad intachable. A la calle.
¿Recuerdan la adaptación cinematográfica de La mancha humana, de Philip Roth? En ella dos alumnos afroamericanos suspendidos por un prestigioso profesor de literatura de la universidad lo acusan de racista por ese suspenso. Que hubieran realizado un desastroso examen no cuenta. Se reúnen claustro, rectorado, vicerrectorado y el sursum corda y acusan al profesor —interpretado por Anthony Hopkins— de racista y lo apartan de su departamento. Su mujer muere en el disgusto y él se niega a apearse de su decisión. Por mucho que argumente con ejemplos la invención calumniosa de su racismo, poco a poco todos van dándole la espalda no sea que les contamine en los nuevos tiempos donde ellos —como suele ocurrir en los departamentos universitarios— quieren seguir y estar con el poder y las corrientes de moda. Coleman Silk —el papel de Hopkins— nada dice de sí mismo o de su pasado para defenderse; le basta, cree, con su impecable trabajo y dedicación de tantos años. Se niega a argumentar para negar su racismo que menuda estupidez, pues él tiene antepasados originarios de África.
Me pregunto cuántos profesores Silk hay ahora amenazados por su coherencia, cuántos curators como Garrels, cuánta obra maravillosa —y esencial para conocer la botánica— como la de Linneo… Y mientras tanto, silencio: el poder de la noticia es lo importante; la rebelión ante lo viejo es lo esencial… Eso sí, en el momento en que Chomsky de todas las salsas ha abierto la boca a raíz de que hayan tocado a Pinker, ya hay manifiesto al canto, ya tenemos permiso, pero hasta ahora —mientras falseaban, por ejemplo, vida y obra de Junípero Serra, incendiaban alguna de las iglesias fundadas por él, y tiraban sus estatuas— calladitos estábamos más monos. Iglesia europea incluida, que apenas dijo ni mu para defender a uno de los suyos.