Los dos cuerpos del periodista
«Si la mitología periodística tiene alguna forma, es la del buscador de una verdad factual que alguien desea ocultar; por algo será»
Han causado un cierto revuelo las normas sobre uso de las redes sociales que ha anunciado Tim Davie, nuevo director de la BBC: los periodistas de la casa tendrán que limitarse a hacer su trabajo en la cadena pública y abandonar la costumbre de vertir sus opiniones en Twitter, Facebook y demás plataformas digitales. A su juicio, la imparcialidad que debe exigirse a una radiotelevisión pagada por todos los contribuyentes —mediante un canon público que proporciona tres cuartas partes de su presupuesto— está reñida con la libertad expresiva de sus trabajadores. Para estos últimos tocará así despedirse del «opinions my own» que en los últimos años ha sido empleado por periodistas del mundo entero para desdoblar su personalidad: profesional imparcial de día, activista político de noche. Esta separación recuerda la teoría medieval de los dos cuerpos del monarca, analizada por el historiador de origen alemán Ernst Kantorowicz en un volumen memorable: el rey tiene un cuerpo perecedero y también un cuerpo inmortal, que permite la continuidad del trono tras la extinción física de su portador.
Se trata de un rasgo general de nuestro tiempo, que combina la hiperpolitización de la vida social con la disponibilidad de una herramienta —las redes sociales— que permite intervenir en la esfera pública a tiempo completo. Bien está: si no hay libertad para los enemigos de la libertad, tampoco hay reposo para sus esforzados defensores. El problema se da cuando el profesional de la información actúa simultáneamente como un aficionado al activismo; su crédito como periodista quedará irreparablemente dañado a ojos del observador perspicaz. No es un problema que aqueje únicamente a los periodistas; también el científico social se ha aficionado a presentar los datos en Twitter de una manera u otra según quién se encuentre al frente del gobierno, en todo caso proclamando que lo suyo es ciencia en lugar de ideología: buscando la legitimación que proporciona la objetividad que él -¡o ella!- no practica. El dilema es parecido en ambos casos, ya que tanto periodistas como empiristas están llamados a lidiar con la realidad social dejando sus valores a un lado. Su misión es hacer el mundo más comprensible, no promover una agenda política concreta.
Naturalmente: hemos dejado de creer en la verdad y no digamos ya en la imparcialidad. ¡Todo es ideología, construcción social, implicación afectiva! La gradual mutación de la democracia liberal en democracia agonista trae así consigo el paso del escepticismo a la militancia. En ese contexto, sin embargo, el periodista que se desdobla en activista y muestra sus pasiones al mundo habrá de aceptar verse encasillado en una determinada parcela ideológico-partidista; el lector ya sabe lo que puede esperar de él. La razón es sencilla: quien se compromete activamente con una causa exhibe un sesgo que nunca le abandona. Se dirá que el sesgo es inevitable; nadie carece de preferencias y de simpatías. ¡Qué duda cabe! Pero hay actividades que demandan la ejecución de una técnica, previamente aprendida, que permite elucidar la verdad de los hechos o identifiar algún aspecto mensurable u objetivable de la realidad social. Si la mitología periodística tiene alguna forma, es la del buscador de una verdad factual que alguien desea ocultar; por algo será.
No se trata de hacer profesión de ingenuidad, añorando una inexistente edad de oro del periodismo riguroso. Ninguna cabecera es portavoz de la verdad objetiva, aunque desde luego existen verdades objetivas que el periodismo tiene que investigar: cuántas personas murieron en un atentado o qué efecto tiene una crisis económica sobre el comercio minorista. No puede ni debe evitarse que distintos medios de comunicación representen distintas orientaciones ideológicas; así es como se articula el pluralismo democrático. Sin embargo, a aquellos de sus periodistas que no trabajan en la sección de opinión sí podemos pedirles que sean profesionales: que hagan el esfuerzo de ser imparciales. Si hablamos de una cadena pública que se paga con los impuestos de todos los ciudadanos, como pasa con la BBC o con TVE, la apariencia de imparcialidad y la continencia expresiva se convierten en una obligación: va en el sueldo. Es improbable que la decisión de Tim Davie marque tendencia; los tiempos van por otro lado. Pero constituye una interesante contribución al debate sobre el ejercicio de una profesión cuyo buen desempeño es crucial para el funcionamiento de nuestras atribuladas democracias.