¿Por qué ya no leemos como antes?
«Es difícilmente discutible que vivimos sumergidos en una verdadera campaña contra el silencio, contra el recogimiento, contra la meditación, contra el sosiego»
Y los que no leen habitualmente, que al parecer son una inmensa mayoría, ¿a qué se dedican?, ¿en qué ocupan su tiempo?, ¿qué están haciendo con sus vidas? Pasar por este mundo sin leer parece inconcebible, y sin embargo sabemos que es lo habitual, lo vemos claramente a nuestro alrededor. El que lee mucho no sólo es, estadísticamente, parte de lo raro, sino que es el raro, ese al que cuesta trabajo comprender. La gente no acaba de entender a los que, por decirlo rápidamente, abrimos un libro y leemos siempre que podemos abrir un libro y leer, ya sean largas horas o ya sea una fracción de minuto, en un ascensor, o incluso caminando por la calle. Lo escuchamos mucho cuando niños: «Hijo mío, haz algo», cuando nosotros sentíamos vivamente que estábamos haciendo cosas sublimes, muy superiores a cualquier otra actividad que tuviéramos a mano. Los que leemos, pues, ocupamos la perspectiva opuesta: estupor radical ante la falta de curiosidad de los demás. ¿En qué estarán pensando?
Mis no-lectores favoritos son los pesarosos, me parecen entrañables esos que sinceramente se lamentan de no poder leer, de no tener tiempo para ello, cuando nada les gustaría más. «Algún día tendré tiempo de leer El Quijote», afirman, y dan ganas de explicarles que es exactamente al contrario, y que hay que leer El Quijote cuanto antes… para tener tiempo, es decir, para entender el tiempo, para habitar el tiempo con mucha más consciencia, para afrontar la vida con mejores armas…
Cuando preguntan a la gente por sus primeras lecturas, su descubrimiento de los libros, sus ensoñaciones infantiles…, invariablemente se recurre al asunto de la fantasía, y es un lugar común, casi una ceremonia, decir que «los libros me hicieron vislumbrar otros mundos», «leer es lo que encendió mi imaginación», «la lectura me hacía vivir vidas más estimulantes que la mía»… Yo debí de ser un anormal ab ovo, pues, aunque por supuesto también disfruté la literatura de fantasía y de viajes y hasta de terror, lo que nítidamente recuerdo es que lo que los libros me enseñaron a mí fue… mi propia vida, la vida sin más, la vida sin magia pero con toda su grandeza. Quiero decir que cuando apenas había empezado a familiarizarme con la realidad, con mi contexto, los libros me enseñaron que la vida no era eso, sino algo incomparablemente más amplio, más elevado, más profundo. Yo no tenía nada importante que reprochar a mis circunstancias, a mi ciudad, a mi colegio, a mi familia… pero la literatura me puso delante de los ojos a esa madre que es la trascendencia, junto a otros buenos hermanos como el humor, la primera intuición de la poesía, la sensación de pertenencia o la pura diversión.
Tengo una memoria nefasta pero identifico un buen montón de sitios con libros que leí allí. Hay determinado banco del Retiro que siempre me hace pensar en la Conversación en Sicilia de Elio Vittorini, hay un escalón de Zaragoza que es mi Austerlitz, y había un rincón de la facultad de Filosofía y Letras, ahora triturada, que fue mi 2666. Emily Dickinson es un pueblo del Pirineo Aragonés, Herzog es una piscina en un absurdo pueblo de Toledo, las memorias de Bob Dylan son el portal donde alguien me lo regaló, y Váramo, de César Aira, lo leí de un tirón mientras esperaba a una persona que nunca llegó, y deseaba tanto seguir leyendo que sentí que de algún modo yo mismo anulé la cita, espanté a la persona a la que esperaba con mi ansiedad de seguir leyendo…
Por otra parte, los lugares que recuerdo con más cariño son aquellos en los que puede leer más, y más voluptuosamente, con más silencio, con más felicidad, con más temblor. El chalé de mis abuelos en Navaleno; las escaleras y las praderas del campus universitario de Zaragoza, donde llegué a leer doscientos cincuenta libros al año sin contar poesía; la habitación 335 de la Residencia de Estudiantes, donde empecé a leer algo menos porque de repente me vi obligado a leer algo mejor; cierta casa de campo cerca de Trujillo; la pared donde acaba la playa de la Zurriola en San Sebastián, donde una semana de tres veranos seguidos, reptando por las piedras en busca de la sombra, me inflé de tinta; una casa de dos plantas, allá a las afueras de Galapagar…
Pues bien, yo mismo siento que, aunque va por temporadas, ya no puedo leer como antes, a pesar de haber conseguido que mi trabajo consista, en buena medida, en leer. En el último congreso de libreros, en Málaga, en marzo, Bernardo Atxaga dijo que, igual que los policías tienen una prima por peligrosidad si trabajan en sitios complicados, a los libreros se les debería pagar por seguir desarrollando su trabajo en un tiempo como éste, en el que absolutamente todo conspira ya no contra la lectura (que también), sino contra todo aquello que puede permitir crear las condiciones adecuadas para leer. Sin ponerse apocalíptico ni batallitas, es difícilmente discutible que vivimos sumergidos en una verdadera campaña contra el silencio, contra el recogimiento, contra la meditación, contra el sosiego. Pero, aparte de eso, y sin voluntad de ponerme tampoco demasiado antipático, yo diría que incluso las campañas culturales son parte del jolgorio distractor. Cuando digo que todo viene a apartarnos de la lectura, me refiero a todo, incluida la Feria del Libro, incluido el Babelia. Hace un par de años circuló un libro Contra Amazon, en el que salía en defensa de las librerías ¿un lector? No: un comentarista de series de televisión, al que al parecer no se le ha ocurrido un Contra Netflix…
Hace quince años, mi novia de entonces leía un libro en su lado de la cama mientras leía yo el mío en el mío. Apenas ha pasado tiempo, pero ya ha cambiado todo: ahora esa imagen, dos personas leyendo juntas, parecería un símbolo del fracaso conyugal, de la incomunicación, de la… El obligatorio ritual contemporáneo es ver series de televisión juntos, y cuantos más capítulos mejor, que se acumulan las series recomendadas como antes se nos acumulaban los Episodios Nacionales o los libros de Pla pendientes de lectura. El descenso del «índice de lectura en el metro de Madrid» es perfectamente visible incluso para los más despistados: siempre hay una tentación aparentemente más apetecible. Por descontado, yo no saco conclusiones apocalípticas sobre esto, no es algo que me vaya a preocupar en exceso mientras a mí no me prohíban leer, pero no deja de ser algo descorazonador comprobar que, incluso para esas gentes que antes leían siempre que podían leer, se diría que ahora leer es aquello que sólo se hace cuando no hay otra cosa mejor que hacer.