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Juan Claudio de Ramón

Autorretrato con estoque

«A menudo uno descubre que el adjetivo más preciso, la frase más redonda, es también la que más daño hace: se opta por deferencia por la perífrasis»

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Autorretrato con estoque

EFE

«La autobiografía solo es digna de crédito cuando revela algo vergonzoso. El hombre que ofrece un relato favorable de sí mismo probablemente miente, pues cualquier vida vista desde su interior no es más que una serie de derrotas». Esta cita de Orwell, depositada en el litoral de mi timeline por Gregorio Luri, me recordó mi propósito para el curso de dar noticia de un libro que me ha impresionado como pocos en mi vida: Autobiografía sin retoques, de Jesús Pardo. Tuvo su justa y transitoria fama al publicarse en 1996 y permanece en el catálogo de Anagrama como obra de culto, es decir, menos leída de lo que merece. Pardo murió en mayo a unos 93 años que tras leer su libro se me hacen insólitos; llegué a él por los obituarios. Su obra maestra, el Autorretrato, la había escrito con 68, «como un intento patético de buscar apoyo contra la muerte cercana». Ya se ve que no tan cercana: aún escribiría dos volúmenes de memorias más, poesía y ensayo. Sus novelas, también tardías, «vitales y espléndidas», en la autorizada opinión de Jose Carlos Llop, son anteriores.

Digamos de entrada: si hay algo similar al Autorretrato sin retoques de Jesús Pardo en la literatura europea yo no lo conozco. Un auténtico desnudo integral, en palabras de un amigo. El modelo son las Confesiones de Rousseau, primera autobiografía moderna, que trasciende el género de las memorias al convertir al lector en juez de hechos relatados sin censura ni olvido de los pecados. Ecce homo, listo para la crucifixión. En su arrojo, Rousseau estaba seguro de que no tendría imitadores: Pardo lo es y lo supera. Porque el ginebrino tiende una añagaza: en él la autoacusación es disfraz para el autoensalzamiento (al igual que en su precursor, el Agustín de las Confesiones, la revelación de faltas era el modo de encumbrar las virtud redentora de dios). Al cabo, como han intuido avispados estudiosos, lo que el santo y el filósofo proponen no dejan de ser unos avatares embozados del periplo del héroe. No así en Pardo. Su decisión de contarlo todo no tiene trampa; tampoco procede del grandilocuente prurito de «decir la verdad» y ni siquiera parece un ajuste de cuentas o vendetta literaria. Es tan solo una consecuencia de su método: si ha de hurgar en la memoria, será para contar todo lo que aflore, mierda incluida; impuesto el deber de contar cuanto cree saber de sí mismo, adquiere el derecho de decir cuanto creer saber de los demás.

Lo que sabe de sí mismo es tremendo: tramposo, farsante, sablista, putero, adúltero, dipsómano, egomaníaco, «corrupto en busca de corruptores». Dispuesto siempre a trepar por la cucaña de la burocracia cultural franquista e incapaz de fidelidad a cosa o persona que no sea él mismo y su feroz, voraz, tenaz, vocación de escritor. Lo que sabe de los otros es que la mayoría no son mejores que él. Entre parientes y escritores, pululan por el dramatis personae unas doscientas personas. El perfil dominante es el del arribista sin talento ni convicciones. Al leer el libro, Umbral –que curiosamente no aparece en el texto– dijo: «Es como entrar en un café con una metralleta». El café, por cierto, es el Café Gijón, «trampa franquista para tener allí sujetos y mansos a los escritores jóvenes no atados ya al Régimen por la cadena del enchufe o la esclavitud del pluriempleo, y dio bastante buen resultado, pues acalló todo afán de innovar, y casi hasta de escribir».

El incesante name dropping es sin duda parte del entretenimiento que asegura el libro. Pero el despliegue de impudicia e indiscreción no tendría valor ni interés si Pardo no fuese, en efecto, un escritor. Un gran escritor, de vasta cultura literaria –entre su obra hay que incluir doscientas traducciones en alguno de los quince idiomas que leía– dotado de inventiva verbal y una aguda capacidad para la descripción de ambientes –El Sardinero, Santander, Madrid, Londres, donde fue corresponsal, los cuatros escenarios de su vida–. De hecho, uno de los beneficios que para mí ha tenido el libro ha sido entender, creo que por vez primera, lo que fue la sociedad franquista. Me refiero al envilecimiento y las corruptelas cotidianas a las que vivir sin libertad aboca a la gente corriente. También la deformada sexualidad a la que se condenó a una generación: «La tesitura crispada, en ambos sexos, por el celibato forzoso, imponía a las chicas españolas la histeria mística o el eterno noviazgo papanatas, sin otra carnalidad que la más adventicia osculación y el toqueteo subventral en el cine, y los hombres la hombres la obsesión puticéntrica expresada en un constante estado de alerta roja entre dos polvos mercenarios». No sé si este recuerdo de Pardo es generalizado en sus contemporáneos, pero leyéndolo he sentido a menudo gratitud por haber crecido en épocas más liberadas, o sencillamente más libres.

El retrato de la España franquista, en todo su amoral moralismo, deviene así el tema principal del libro, algo utilísimo para quienes no lo vivimos. Se alcanzan momentos de gran viveza, como en esta descripción del Madrid de la posguerra en el que Pardo aterriza, proveniente de linajuda casa del barrio de El Sardinero (que él distingue tajantemente de Santander):

«Yo vivía en aquel cutrísimo Madrid como un romano antiguo cuidadoso siempre de evitar contacto con los bárbaros. Un Madrid muy distinto del actual: sucio y ruidoso de freidurías, bares y figones astrosos, y masas anónimas y mal encaradas: hombres cetrinos y bigotudos de hombros almohadillados, chaquetas demasiado largas y pantalones demasiado cortos y de rayas di o convergentes; mujeres muellemente orondas, de torcido gesto receloso, o alarmantemente escuálidas, de rostro ofendido: defensoras las unas de sus grasas y agrediendo las otras con sus enjutas carnes. Malolientes los más y gritones todos y dispuestos a responder con una coz a la menor excusa o a la pregunta más inocua, gente en perenne estado de escasez pluriempleada, convertidas sus inútiles bañeras, si las tenían, en huerta o corral/matadero, miedosos en todo momento de una policía truculenta y atentos a ahorrar de su presupuesto para el gasto putesco sabatino o la peseta a la Virgen a cambio de un aprobado o una colocación. Así me chocó a mí la masa madrileña de entonces: luego me fui acostumbrado».

Me surgen dudas. ¿Es Pardo demasiado cruel? Con las personas, con los lugares, con las gentes. ¿Se regodea en la maldad para dar mayor efecto y realce a su estilo? ¿Por qué tenemos la sensación de que algo dicho con dureza es más cierto, más verdadero? El eufemismo sirve para camuflar la verdad: lo mismo habría de valer para el disfemismo. La libertad que Pardo se autodispensa para escribir a veces me despertaba admiración, otras envidia, otras asco. Me hacía pensar en los límites morales de la escritura. A menudo uno descubre que el adjetivo más preciso, la frase más redonda, es también la que más daño hace: se opta por deferencia por la perífrasis. Pardo no: su estilo cabalga sobre la ausencia de miramientos. Escribe sin retoques, pero con estoque, fino e implacable. Para disculparlo me venía a la cabeza Gide: «Con buenos sentimientos no se hace buena literatura». Luego pensaba que Cervantes había refutado el aserto cuatro siglos antes. Terminé de leer el libro estragado por la tristeza que me producía el personaje. Conté una única escena de felicidad amorosa y familiar. Solo de dos personas se habla con genuino cariño. Todo se jode sin amor, pensé. Me consolé pensando que quizá Pardo lo conociese al final de su vida, en esa Paloma de la dedicatoria, «que tiene la suerte de no salir en estas páginas».

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