THE OBJECTIVE
Pablo de Lora

La voluntad de Ulises y la Constitución de Amy

«El tiempo dirá cuál es finalmente la impronta que dará Barrett a su magistratura»

Opinión
Comentarios
La voluntad de Ulises y la Constitución de Amy

Demetrius Freeman | AP

Es una imagen bien poderosa: Ulises, sabedor de la irresistible tentación que provocan las sirenas de las islas de Eea, pide a su tripulación que le ate al mástil y se tapone con cera los oídos. De esa forma no oirán los cánticos subyugantes ni los gritos de Ulises implorando ser desatado. Él sí podrá disfrutar del cantar de las sirenas si bien embridando sus inclinaciones. Se trata de una forma de «precompromiso racional» que permite superar nuestros transitorios estados en los que la voluntad es débil. Mecanismos similares son los de alejar el despertador de nuestro alcance o dar las llaves del coche a un amigo que no beberá para que nosotros podamos hacerlo. La clave está en que una vez pasadas las islas, o tras habernos despertado y llegado a la cita, o habiendo regresado indemnes a casa tras la noche de farra, no nos arrepintamos de nuestra anticipada anulación volitiva.

Las Constituciones políticas, con sus costosos -ocasionalmente imposibles- procedimientos de reforma, son «precompromisos colectivos». Así lo explicó el gran científico social (este sí) Jon Elster. Junto a la atadura que supone la rigidez o extrema rigidez de sus disposiciones, muchas comunidades políticas que se ataron al mástil cuentan también con un órgano de vigilancia, esto es, una institución encargada de que en la actividad legislativa y judicial ordinaria se respeten las previsiones constitucionales, señaladamente los derechos y libertades fundamentales consignadas en el documento constitucional. Me refiero a los tribunales o cortes constitucionales que, en su caso, harán efectiva, mediante la invocación del precompromiso, la anulación de la voluntad mayoritaria puntualmente abandonada a la pasión política, frecuentemente tiránica frente a las minorías o no suficientemente respetuosa con los derechos individuales.

Sobre este mecanismo de la judicial review, pende, empero, una incómoda sombra de «ilegitimidad», advertida y teorizada extensamente desde hace tiempo. La razón es fácil de entender: si bien nuestras sociedades cuentan con consensos básicos sobre qué derechos fundamentales hemos de disfrutar, su contenido y alcance es objeto de severas controversias.

Tomemos uno de los asuntos políticamente más divisivos en nuestras sociedades contemporáneas: el aborto. Las circunstancias bajo las cuales la interrupción voluntaria del embarazo no debe ser penalmente castigada son ardientemente discutidas y discutibles. ¿Debe permitirse el aborto cuando se detectan malformaciones fetales? Recientemente el tribunal constitucional polaco ha decidido que no, lo cual, si bien ha producido una reacción aceradamente contraria en ciertos sectores del feminismo, habrá encontrado el aplauso del Comité de Derechos de las Personas con Discapacidad de Naciones Unidas y de importantes grupos de intereses vinculados al movimiento de los derechos de las personas con discapacidad. En su día, una mayoría, la que se conformó en el parlamento polaco, permitió el aborto en caso de malformación fetal; ahora, una mayoría de 11 magistrados frente a 2 considera que dicha posibilidad no es constitucionalmente posible. ¿Por qué ha de pesar más esta segunda mayoría que la primera, siendo que el legislador es un órgano dotado de mayor representatividad y que responde ante la ciudadanía?

Es aquí donde aparece en escena la recientemente nombrada juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Amy Coney Barrett, propuesta a toda velocidad por el presidente Trump para sustituir a Ruth Bader Ginsburg y así conformar un bloque conservador predominante y duradero en la Corte. En las apasionadas audiencias en el Comité Judicial del Senado se ha cuestionado su condición de devota católica y su presunto recelo frente a ciertas conquistas cívicas y la «justicia social». Pero sobre todo se ha impugnado su bagaje «originalista» con el que se pondría en peligro la lectura que permite hacer del texto de 1787 un documento que se adapta a los nuevos tiempos y a las demandas sociales que en ellos se concitan.

La juez Barrett ha defendido el originalismo sin ambages y ha vindicado su condición de heredera de esa forma de metodología interpretativa que hasta ahora había representado el juez Antonin Scalia y que antes pudo haber arribado a la Corte Suprema en la persona de Robert H. Bork, propuesto en 1987 por el presidente Reagan y al que el Senado no llegó a ratificar tras una batalla política sin precedentes y con inusitadas repercusiones sociales y académicas.

Como antes Scalia y Bork, y como tantos otros teóricos del constitucionalismo, Barret ha defendido el originalismo bajo la bandera de la férrea división de poderes: ella, junto con los otros ocho jueces que se visten la negra toga que simboliza su imparcialidad, tiene como única misión comprobar si, por estirar la metáfora homérica, se traiciona lo que «Ulises dijo», es decir, el significado de sus palabras tal y como se entendía cuando se produjo la ratificación del texto constitucional. Con ello, la Constitución sólo cambia si así lo determinan quienes legítimamente tienen ese poder de reforma, que no son los jueces de la Corte Suprema sino los representantes del pueblo mediante los procedimientos constitucionalmente establecidos. De esa manera la objeción democrática se disipa.

 ¿Es posible esa lectura «originalista»? Tomemos el caso del artículo 2.1 de la Constitución de los Estados Unidos que impone la condición de ser un natural born citizen para poder ser presidente. Algún travieso escéptico ha sostenido -para mostrar la radical incertidumbre del Derecho- que no es descartable que tal cláusula imponga que el que vaya a ser presidente haya nacido mediante parto vaginal y no por cesárea. Cualquiera pensaría que se trata de una circunstancia de todo punto irrelevante y arbitraria, pero además, un originalista nos persuadiría fácilmente de que, al momento de establecerse la cláusula, tal distinción entre partos sencillamente no era posible porque las cesáreas no existían. ¿Pero qué hacemos con preceptos como el artículo 38 de la Constitución polaca -«La República de Polonia asegurará la protección jurídica de la vida de todo ser humano»- en la que se ha basado el Tribunal constitucional para anular la posibilidad del aborto por malformación fetal, o, para el caso, el artículo 15 de  nuestra Constitución («todos tienen derecho a la vida»)?

Pareciera que en esos supuestos, Ulises nos ha pasado la «patata caliente» de la interpretación, y, entonces, o bien es esa tripulación en negras togas quien se ocupa de llenar de contenido la expresión general precisando su contenido y alcance (convirtiéndose con ello en una sospechosa confederación de filósofos-reyes), o bien, en aras a no serlo, opta por deferir a la lectura que haya hecho la más legítima autoridad legislativa, salvo que tal interpretación sea flagrante y groseramente contraria al designio de Ulises.

El tiempo dirá cuál es finalmente la impronta que dará Barrett a su magistratura, si la traición al espíritu del originalismo o la pasiva virtud de la deferencia democrática. Yo apuesto a que le será tan difícil resistirse a la tentación del primer cuerno del dilema como a Ulises arrojarse al mar en busca de las sirenas.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D