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Pilar Marcos

Covid con violencia

«Recuerden el 8-M. Y cuando tengan la tentación de pensar que hay motivos sobrados para la protesta vuelvan a recordar el 8-M»

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Covid con violencia

JAVIER BARBANCHO | Reuters

Vayan con cuidado. Está descontado que este invierno, cuando terminen de encerrarnos, no habrá ni aplausos ni cánticos de Resistiré de balcón a balcón. Todo será más triste y descreído. Estaremos retraídos y desesperanzados. Incluso antes de que empiece el encierro total algunos ya parecen decididos a exhibir su ira. Pero todos tendremos que aprender muy pronto que los seis meses del actual estado de alarma, con la exención de control parlamentario que el Congreso decidió donar al presidente del Gobierno, incluyen la práctica imposibilidad de realizar ningún tipo de manifestación pública contraria. Lean el artículo 7.3 del Real Decreto 926/2020: «Las reuniones en lugares de tránsito público y las manifestaciones realizadas en ejercicio del derecho fundamental regulado en el artículo 21 de la Constitución podrán limitarse, condicionarse o prohibirse cuando en la previa comunicación presentada por los promotores no quede garantizada la distancia personal necesaria para impedir los contagios».

Con las manifestaciones prohibidas, las manifestaciones posibles tienen una elevadísima probabilidad de terminar (o de empezar) con disturbios, y con dosis incontroladas de violencia. Hay un motivo lógico-sanitario para prohibirlas todas: las concentraciones de personas -que acaban siempre demasiado juntas, gritando demasiado fuerte- son un insensato multiplicador de contagios. Recuerden el 8-M. Y cuando tengan la tentación de pensar que hay motivos sobrados para la protesta vuelvan a recordar el 8-M. Pónganselo en bucle. Pero no olviden que, para muchos, el hartazgo encontrará más pretextos para expresar públicamente la repulsa que razones para evitarla. Hay motivos políticos para saltarse la prohibición. Con el pequeño inconveniente de que los principales beneficiarios de cualquier exhibición de violencia serán aquellos contra los que se dirigirá la protesta: los que están aprovechando el virus como carcoma contra la democracia y la libertad.

Este fin de semana de noches de disturbios en bastantes ciudades españolas hemos visto los primeros ejemplos de lo que puede ocurrir y conviene evitar. Que nadie espere la comprensión beatífica que acompañó a aquellos rodea el Congreso del 15-M, o a los ilimitados destrozos de las concentraciones de los partidarios del procés en Cataluña. De ninguna manera. Ahora sólo serían aceptables -y con reparos- manifestaciones para criticar, a los gritos, a -digamos- Isabel Díaz Ayuso, y serán contundentemente censuradas todas las demás, en especial si se atreven a criticar al presidente del Gobierno. Lo probable es que todas resultan inaceptables porque ninguna será pacífica al no haber sido autorizada: vivimos con toque de queda y estado de alarma.

La respuesta masiva de la gente a la acumulación de miedo, aislamiento y empobrecimiento es la sumisión, la introspección y la alienación, pero no son imposibles las explosiones de ira. Es un campo abonado para canalizadores de la rabia y, sobre todo, para rastreadores en busca de culpables. Lo vimos la noche del viernes al sábado. Barcelona destacó -una vez más- por la gravedad de unos altercados que también causaron destrozos en ciudades como Burgos (en el barrio del Gamonal), Santander, Valencia o Zaragoza. Y lo hizo cuando se acaba de cumplir un año de la devastación en la Plaza de Urquinaona y en Vía Laietana por la batalla campal que capitanearon los independentistas contra la sentencia del procés. Comparado con aquello, los disturbios de la noche del viernes son poca cosa. Pero no; se consideraron muy graves, así va a seguir siendo y posiblemente así deba ser. Se buscó culpar a los nuevos malos oficiales: a esos de Vox. Lo barato es culpar a la derecha (por definición, siempre extrema), como hizo Pablo Iglesias cuando amanecía el domingo. De nada sirvió que la noche anterior, en una entrevista en Antena 3, un jefe de los Mossos contara que en Barcelona hubo de todo: extremistas de izquierda y de derecha, independentistas cuperos, anarquistas variados y demás antisistema… en definitiva, chusma encapuchada que aprovecha cualquier ocasión para romperlo todo.

En la noche del sábado al domingo los disturbios llegaron a Madrid. De la Puerta del Sol a la Gran Vía pasando por Ópera. Destrozar Madrid es una forma siempre eficaz de garantizar un potente altavoz al jaleo: 33 detenidos y 3 policías heridos. El desorden alcanzó ciudades tan pacíficas como Logroño… si el viernes en Barcelona asaltaron un Decathlon para robar bicicletas, el sábado en Logroño atracaron una tienda de Lacoste para robar camisetas. No era la ira, era el pillaje.

¿Qué tienen en común Logroño y Barcelona? Pues quizá que ambas llevan demasiados días sometidas a la ley seca del cierre de bares. Pero no. No es buena idea encontrar motivos que puedan justificar la barbarie; habrá que buscar formas más sofisticadas de protesta. Sí lo es pararse a pensar en el cui prodest, y pedir a quienes sientan la tentación de comprender a los de la ira que no es momento para regalar excusas a los que están encantados de encontrar culpables para así cercenar nuestra libertad. Y sí, vale, es verdad, el estado de alarma suspende derechos constitucionales, y el de manifestación es uno de los más afectados.

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