Confesiones de una máscara
«Que Lawrence Osborne sea el mejor escritor de viajes del mundo se debe, entre otras cosas, a que en sus libros late la vida»
¿Qué haríamos tras calzarnos el anillo de Giges, aquel que, según la leyenda, confería el don de la invisibilidad a quien lo portaba? Según Platón, matar al rey; según Tolkien, envilecernos, arrugarnos como un higo seco y aferrarnos a nuestro tesoro. ¿Y qué haríamos en un país donde la esclavitud y las peleas de gladiadores estuviesen legalizadas? Según los pesimistas antropológicos, hacernos con un buen séquito y apresurarnos a comprar entradas para el espectáculo.
Estos experimentos mentales son una completa idiotez. El viaje espacio-temporal nos promete, por un lado, existir de forma extracorpórea y, por otro, hollar la arena del Egipto faraónico y rebanar el pescuezo a Ajenatón. De haber nacido hace cien años, ¿plantaría cara al nazismo? La pregunta tiene sentido.
Cosa bien distinta son los libros de Lawrence Osborne (Londres, 1958), cantos de frontera, tanto en lo geográfico como en lo moral, que se ubican en andurriales éticos donde uno nunca sabe bien dónde pisar; tierras de nadie en que lo malo no es tan malo y lo bueno deja de serlo. A la vieja pregunta acerca de cómo nos conduciríamos en lugares regidos por otras normas morales, responde Osborne metiéndose en el légamo hasta el fajín. Que sea el mejor escritor de viajes del mundo se debe, entre otras cosas, a que en sus libros late la vida. Por eso la admiración de sus seguidores, grupo minoritario pero en auge, es comparable al encono de sus enemigos.
La revista Playboy encargó a Osborne un artículo sobre cómo se bebe en los países musulmanes. De un día para otro, un egregio borrachín fondeaba en una serie de territorios en que el alcohol está teóricamente proscrito. La esperable peripecia que entonces vivió ha dado lugar a un libro delicioso: Beber o no beber (Gatopardo; traducción de Magdalena Palmer). Se pregunta Osborne si el alcohol nos pone una máscara o si, más bien, nos la arranca. «Que te tomen en serio no es necesario para nada verdaderamente serio. El bebedor no es necesario para nada verdaderamente serio. El bebedor es dionisíaco, un bailarín inmóvil, un guasón» (p. 72). Coincido a medias. El borracho es personaje solo un rato. Solo el cachondo sabe que la vida es un baile de máscaras y, por tanto, se presenta a cada guateque como le da la gana. Sea como fuere, uno intuye que este libro no va de bebida, sino de máscaras: del placer de viajar sin que te conozcan, no porque seas foráneo, sino porque ya eres otro.
Según los críticos del postureo, valiente tontería donde las haya, la máscara confunde nuestro acceso a la persona. Olvidan que, hasta en su etimología, la persona (prosopon, lo que está por delante de la cara) remite a la máscara. La crítica al antifaz lleva a la defensa de la autenticidad, que es la verdadera faz. Pero la abismática interioridad no es sino un fetiche: descienda el buzo a los fondos abisales y no hallará sino barro debajo del barro. Es decir, que la única autenticidad posible es la de ser un auténtico idiota. De ahí se sigue, entre otras cosas, que sobre la faz de la tierra solo cabe el postureo: esto es, la postura, la pose, lo que aparece tal y como parece. Según comparecemos ante otro, ya somos un personaje.
Como decía el marqués de Vauvenargues, basta ver un baile de máscaras para entender la esencia del mundo. A nadie sorprende la predilección de los bárbaros por la verdad desnuda: las cosas claras, sin pelos en la lengua, sin complejos… Su desconfianza hacia toda veladura es comparable a la sospecha que ornamentos y afeites despertaban en aquellos adamitas que hacían ostentación de su inocencia paseándose en pelotas. Es tu paz lo que amamos, decía el poema de Neruda, no tu máscara. Así y todo, ¿qué sería del rey sin armiño, del juez sin toga negra y del médico sin bata blanca?
Pero volvamos a Lawrence Osborne. El vivales inglés que adoptaba una nueva identidad en Cazadores en la noche, emboscándose en los intersticios entre Tailandia y Camboya, podría haber salido de la pluma de Patricia Highsmith. La ambivalencia moral de Los perdonados, ubicada en pleno desierto del Sahara, recordaba sobremanera a El gran Gatsby (así como otros detalles más obvios como el dispendio, la superficialidad buscada, los problemas maritales e, incluso, un trágico accidente de coche). El Lawrence de Beber o no beber evoca a otro gran escritor inglés: Evelyn Waugh. Como él, alterna un ansia patológica por destacar con una íntima necesidad de pasar inadvertido. Reveladora es la frase de Epicuro con que se inicia este libro: «Vivamos ocultos».
Una noche va de baladi en baladi, recorriendo los más oscuros callejones de El Cairo, y a la siguiente se acoda en la barra del Hotel Windsor, en que alternaron Durrell y Fermor y a donde llegó Lawrence de Arabia, vestido de beduino, después de tomar Áqaba, tal y como lo representa David Lean en su peliculón. A veces se confunde con un trashumante mudéjar o con un derviche andariego, hatillo al hombro, y otras parece un mal disimulado espía. Recorre Islamabad en busca de una copa y, sorteando la ley, encuentra un bar clandestino en un oscuro sótano. Caracolea por las peores calles de Estambul después de pimplarse a trangullones varias botellas de raki en un recoleto figón. En Beirut, «la única ciudad donde el bar y el muecín conviven sin dominarse», encuentra la horma de su zapato. Entre los herederos de aquellos alquimistas que hace siglos nos legaron el al-kohl trasiega copitas de arak, destilado del anís que obtiene su nombre del sudor que semejaban las gotitas de los vapores condensados en las paredes de la retorta. La aventura termina en Dubái, donde se ve obligado a festejar la nochevieja con zumo de melón.
Claro que los lances de Osborne continúan extramuros del mundo islámico. Se embaula gintonics en el Town House, el siete estrellas de Milán, pasea quejumbroso por la abstemia isla de Java («seiscientas mil personas y ni un solo bar») y visita la granja del fundador del vodka Absolut, situada en el poblachón sueco en que Bergman rodó El séptimo sello… Entretanto, reparte alfilerazos en cada plaza que visita, ya sea Nueva York («dioarama de Disneylandia» con un asfaltado «al nivel de los suburbios más pobres de Kingston»), París o Londres («instalaciones turísticas que fingen ser ciudades»). Puede que el protagonista de este libro, que no es sino una novela de aventuras, nos parezca en ocasiones inverosímil, por vanidoso, por farolero y por boquirrubio. Pero esto se debe, precisamente, a que es real.
Yerran quienes piensan que o bien eres persona o bien eres personaje. Sirva a tal respecto una vieja distinción hegeliana. Existe un Osborne en sí que alberga su historicidad y su facticidad: se hace unas tostadas, saca al perro y va al retrete. Y también existe un Osborne para sí que publica libros, concede entrevistas y se hace fotos con mirada intensa. ¿Alguien diría que una cosa excluye la otra? Al revés: las dos coluden sin anularse. La fachada es necesaria, a despecho de lo que la casa albergue en su interior.
En este vídeo, Jorge Freire reflexiona sobre el género del cómic a raíz de la publicación de El regreso de los seis siniestros (Panini).