Nada crece en la tierra quemada
«Convertir el resentimiento (o la violencia, sea verbal o física) en el motor que empuja la Historia termina rompiendo la sociedad»
Recuerda Jiménez Lozano en Evocaciones y presencias, su dietario póstumo, que «para Walter Benjamin ya no había nada que contar, porque la Historia ya había acabado o acabaría pronto con la revolución y la instalación de la justicia en ella, y los hombres ya no tenían que recordar su pasado de tiniebla y servidumbre». Benjamin, marxista herético, pensaba en una especie de redención política que tendría mucho de mesiánica, como sucede prácticamente con la mayoría de utopías. De su pensamiento sigue conmoviéndonos –además de su inteligencia diamantina– la presencia central de las víctimas inocentes, que constituyen la auténtica clave de bóveda de la justicia. Dar voz a los olvidados, preservar su memoria, convertirlos en uno de los criterios de la verdad humana: todo ello está presente en Benjamin y nos continúa apelando frente al cinismo hipócrita de los poderosos del mundo. Pero, junto a esa memoria legítima e irrenunciable del dolor humano, debería darse también una memoria del bien acumulado o, lo que es lo mismo, el recuerdo agradecido de las múltiples tradiciones que nos han enriquecido. Sin esa gratitud propia de quien se sabe hijo, tampoco hay redención posible. El dolor exige el perdón mutuo si no quiere terminar cediendo al resentimiento o, más bien, al nihilismo. Dicho de otro modo, el resentimiento no es el motor de la esperanza sino su reverso sombrío, su negación misma.
Nosotros –hablo de mi generación, la que maduró entre los ochenta y los noventa– creíamos que la democracia había traído ese final de la Historia, que es característico no de la utopía, sino del liberalismo: el acuerdo y la modulación de las diferencias, el pluralismo como una riqueza compartida que emana de la ciudadanía. Por supuesto, y ahora lo sabemos, vivíamos engañados; entre otros motivos porque –nos lo recuerda una vez más Jiménez Lozano citando a Emmanuel Lévinas– «la democracia, por sí sola, no puede conjurar los demonios de la mentira y el odio». No puede, puesto que la democracia necesita unas virtudes previas que la cohesionen y le den solidez; precisa de un humus cultural que limite la demagogia y no la propicie, como sucede hoy en día. Porque no son las instituciones el problema de nuestro tiempo, aunque necesiten de reformas, sino la existencia de un debate público completamente viciado por el resentimiento que frustra el diálogo y el encuentro: la propia democracia en definitiva.
La lenta pero continua liquidación de la moral común, que había hecho posible un régimen democrático en nuestro país, y su sustitución por una mezcolanza de sentimentalismo identitario y malestar cultivado nos dejan en manos de la Historia y, lo que es peor, de sus sombras y penumbras. Porque, al final, la utopía consiste en toparse frente a frente con la Historia, sin otra defensa que la peligrosa fraternidad con el fanatismo, que es propia de los demagogos y no de los demócratas. Convertir el resentimiento (o la violencia, sea verbal o física) en el motor que empuja la Historia termina rompiendo la sociedad. Nada crece en la tierra quemada una y otra vez. Nada bueno, quiero decir.