Magos políticos
«En las redes los políticos más amados y odiados se convierten en una especie de genios con visión, coraje y fuerza, ello les confiere una virtud y un magnetismo extraordinarios»
Hay magos en la historia de la política: titanes, héroes, talentos innatos que crearon sólidos vínculos con la ciudadanía y basaron su autoridad en el carisma. Este tipo de liderazgo sostenido en el carisma político aparece en su versión moderna, actual, entre 1775 y 1820, periodo revolucionario. La figura del hombre a caballo como gesto simbólico de la conquista del poder político para el nacimiento de un nuevo Estado (David Bell) es un recurso de líderes carismáticos, desde Napoleón a Santiago Abascal en pleno siglo XXI, aunque hoy los perfiles de redes sociales han ido sustituyendo a los caballos. El carisma político es una forma de poder que se ve amplificada por los avances de la tecnología y la revolución mediática, y esta influencia se ejerce sobre el público, la foule (multitud), término que tiene cierta connotación de una masa uniforme y proclive a ser sugestionable.
El líder carismático trata de producir lo inesperado, el efecto sorpresa, el toque sensacional. No podemos disociar la política actual de la creciente necesidad de una marca personal construida en las redes en torno a estos efectos, que rompe con la política sobria, equidistante y pausada. La auto-creación digital como una constante búsqueda de la atención en los seguidores se ha convertido en un requisito para liderar en el debate político. Los trucos de magia de algunos políticos son cada vez más sofisticados, buscan generar debates fantasma, crear polémicas constantes para generar interacción, dominar el tema de conversación o dirigir la atención hacia sí mismos… todo esto es a la vez un ejercicio de poder, de auto-divinización. La última gran exhibición de este tipo de poder la protagonizó el mago Trump cuando quiso cancelar el recuento de votos en las elecciones.
En las redes, los políticos más amados y odiados se convierten en una especie de genios con visión, coraje y fuerza, y ello les confiere una virtud y un magnetismo extraordinarios. Los populistas son los amos de las redes, y parecen pasearse por ellas con unos trucos de ilusionista que dejan al resto de los influencers políticos como personajes fríos y grises. El carisma amplifica e intensifica de manera crucial la conexión, el vínculo, entre ellos y sus votantes, y el vínculo es lo más importante. La suya es una relación de culto al líder que convierte la política en un mundo narcisista que se alimenta de la influencia sobre una audiencia.
La política populista también se basa en la imitación y el mercadeo de identidades. Su objetivo es transformar a sus votantes en un colectivo apasionado de héroes guerreros míticos que luchan por la reafirmación constante de esa identidad, lo que genera unas dinámicas de tribalismo y enfrentamiento constantes. Es una política de identidades creadas, que han adquirido un carácter casi místico en el ámbito de las redes sociales, espacio en el que todos creamos yoes sofisticados dotados de diferentes ideas e imputs, como un collage. Estas identidades son como una vasta mitología que tiene la capacidad de cristalizar conceptos y asociaciones que no siempre responden a una lógica interna, lo que desemboca en una especie de “solipsismo romántico”. El solipsista se basta a sí mismo, saborea sus creencias y emociones, sus certezas, que suelen coincidir con las de aquellos magos políticos a los que sigue en las redes.
La autocreación de nuestras identidades políticas está indisolublemente ligada a una profunda ambigüedad sobre el poder y el uso de la tecnología. Si nos fijamos en las pautas intelectuales, psicológicas, de los ciudadanos y sus sistemas culturales y políticos, vemos que esta «cultura mediatizada» está en estrecha relación con la autopercepción moral, con el tipo de líderes que elegimos, y con el tipo de relación que se establece entre el líder político y la ciudadanía. El carisma del mago amplifica e intensifica de manera crucial este sentido de conexión y refuerza la relación y el vínculo emocional. Es así como las revoluciones mediáticas pueden tener consecuencias políticas, al alterar fundamentalmente la forma en que la sociedad y sus gobernantes se perciben y se relacionan entre sí.
El liderazgo carismático moderno no podría haber surgido sin la revolución industrial y mediática, los mecanismos de celebridad y el magnetismo personal coinciden con una serie de desarrollos culturales que ahora asociamos con la Ilustración. Pero este tipo de liderazgos y carismas son, también, potencialmente autoritarios. Este liderazgo es tan antiguo como cualquiera de las ideas y prácticas liberales que surgieron en la era de la revolución y tenemos numerosos casos, desde Napoleon a Mussolini, que demuestran este potencial; lo analiza David Bell en su libro Men on horseback. Es una faceta oscura y poco discutida de este periodo, que suele ser recordado por los avances sociales y políticos positivos, entre ellos el surgimiento de la democracia moderna.
Este estilo de liderazgo explica las victorias intermitentes durante los últimos doscientos años de líderes pintorescos. Estos tipos populistas son el golem de los movimientos que abanderan, la estética hecha carne. Pero el carisma también puede ser un don concedido a los gobernantes más defectuosos y en el peor de los casos, transforma la imagen de una sociedad en un espejo borroso. La promesa de la autocreación del líder carismático, que da nacimiento a una nueva noción de política o de Estado, encierra el atractivo revolucionario y la amenaza del autoritarismo al mismo tiempo. El cultivo de la personalidad de los líderes, la auto-divinización, siempre encuentra un eco, un aplauso, pero este aplauso también puede permitir la elusión o incluso la erosión de las reglas y tradiciones políticas.