Pisando moqueta
«Hay populistas que saben lo que quieren, aunque este no sea el caso del personaje atrabiliario que es Donald Trump»
Seguramente hay que agradecer a las nuevas tecnologías de la comunicación que hayamos podido tener acceso directo a los tiempos muertos del asalto armado al Capitolio. Me refiero a ese rato durante el cual los asaltantes, como subrayaba Linda Kinstler desde Washington en su crónica para The Economist, se encontraron dentro del edificio sin un propósito ulterior: ya estamos dentro, ¿ahora qué? Fue entonces cuando los miembros de esta estrafalaria banda, cuyo fenotipo nos es familiar gracias al cine y la televisión norteamericanas, se dedicaron al pillaje. Algunos, a la manera clásica: robando documentación confidencial o llevándose un atril; otros, a la manera posmoderna: haciéndose fotos con sus teléfonos para inmortalizar la gesta que los llevará a la cárcel. La revolución o un selfi, como ha escrito Daniel Gascón; si la televisión prometía 15 minutos de fama, las redes sociales miden la celebridad en likes. Dicho sea esto sin restar importancia a la violencia perpetrada en el ataque, manifestado de forma elocuente por el balance de víctimas mortales. Esta violencia es sin embargo compatible con la ausencia de un objetivo definido que fuera más allá de paralizar momentáneamente el proceso de sucesión presidencial.
Acaso lo más interesante de ese vagabundeo postrero, tolerado de manera insólita por unos servicios de seguridad desbordados por los asaltantes o quizá cómplices del asalto, es su valor simbólico. Y no me refiero a la fuerza plástica que tiene y tendrá por muchos años la sola presencia de la turba redneck en el Capitolio, sino a lo que nos dice sobre el populismo como fenómeno dedicado a la agitación de las pasiones negativas. Es verdad que esta gang coqueteó con prácticas fascistas, pertrechados como estaban con armas de fuego y estética paramilitar; también lo es que el recurso a la intimidación es una posibilidad latente en cualquier populismo al que no le salgan bien las cosas: el pueblo ultrajado tiene derecho a defenderse. ¿Y ahora qué? A los asaltantes les pasó como a muchos populistas, más interesados en la destrucción del orden liberal que en la construcción de una alternativa viable al mismo. Una vez que han pisado la moqueta, se dedican a hacer propaganda o continúan con la denuncia de los poderosos sin percatarse de que ahora ellos son los poderosos. Los populistas se parecen en eso a los muertos de Les revenants, la brillante serie televisiva francesa: después de aterrorizar a los vivos con su presencia, los resucitados terminan por seguir a un mesías que tampoco sabe por qué están allí ni lo que deben hacer. ¡Igual que los vivos!
Sin embargo, el símil es inexacto. Hay populistas que saben lo que quieren, aunque este no sea el caso del personaje atrabiliario que es Donald Trump[contexto id=»381723″]. Su ex asesor Steve Bannon tenía las ideas más claras y también a él le dijo aquello de «You’re fired!». No: cuando llega al poder, el populista que sabe lo que quiere se esfuerza por desactivar los mecanismos y contrapesos liberales de las democracias representativas y trata de instaurar algo parecido a un régimen aclamativo que limita la libertad de prensa y ata corto al poder judicial. Es dudoso que Trump intentase en serio hacer tal cosa, a pesar de su retórica iliberal: ha sido tan desorganizado como la masa de acoso (que diría Canetti) que asaltó el Capitolio y esa es una de las razones por la cuales el sistema político norteamericano ha soportado su presencia. Hay populistas mucho más profesionales: son los más peligrosos.